Así como no hay economía que resista si todos gastan y nadie produce, no hay convivencia que sobreviva si todos tienen derechos y nadie tiene deberes. Dicho de otra forma, un balance armónico de la convivencia en las comunidades se mantiene gracias a una justo equilibrio entre los derechos a los que acceden los individuos y los deberes que cumplen. Pero hoy parece haber cada vez más derechos y siempre alguno sirve para no cumplir con algún deber, razón por la cual se impone la violencia en la convivencia.

Si bien muchas son las versiones al respecto, esta frase fue dicha por el dirigente radical Ricardo Balbín algún día de noviembre de 1972, luego de abrazarse con Juan Domingo Perón, recién regresado al país luego de su exilio, en el marco de la campaña de las elecciones presidenciales que ya se presentaban como una colosal derrota para el radicalismo. Curiosamente, la década siguiente sería una de las más sangrientas de la historia argentina, y aquello no fue más que un utópico deseo. ¿Qué pasó con aquel concepto político?

Días pasados, cuando nos visitó el Senador Nacional Martín Lousteau, se refirió a las urgencias de largo plazo que tiene la Argentina. Con estos términos, contradictorios entre sí, hizo alusión a aquellas decisiones políticas urgentes cuyo impacto recién se verán en el futuro, y que a ningún político le interesa tomar. Al escucharlo recordé las enseñanzas del viejo Eliahú a su amigo Hakím.

En el siglo XIX, la Argentina era el líder mundial en educación, imitada por los países que hoy son del primer mundo, a la vez que, por su producción de alimentos, era considerada el granero del mundo. Tan es así que, en 1910, la Enciclopedia Británica decía que la Argentina estaba llamada a "rivalizar" con los Estados Unidos "por la riqueza y extensión de su suelo, como por la actividad de sus habitantes, y el desarrollo e importancia de su industria y comercio, cuyo progreso no puede ser más visible". Pero hoy, de aquello nada queda. ¿Qué pasó?

Uno de los vicios políticos más costosos para los argentinos es la estrategia de dividir para reinar, en lugar de buscar un consenso que facilite soluciones y promueva el progreso. Lo hemos visto demasiadas veces a lo largo de nuestra historia. Lamentablemente, el gobierno entrerriano no es ajeno a esto y este recurso está naturalizado en su cultura política. El último de una larga lista de ejemplos se puede apreciar en su política turística frente a la pandemia. Pero esto no siempre sale bien.

Hoy, a pesar de la dolorosa y costosa crisis que atraviesa nuestra sociedad, tanto los gobiernos como su sociedad civil siguen buscando soluciones en palabras elocuentes, y no en acciones concretas, lo cual desnuda una realidad de aparente impotencia, pero de real incompetencia y absoluta falta de compromiso. Como en un conventillo, las fuerzas vivas apelan a la culpa, al reproche y a la excusa para sobrellevar una situación que los supera y los incomoda, sacándolos de su zona de confort, o de beneficio.

Sin lugar a dudas, a la hora de gobernar la pandemia han quedado expuestas y desnudas las costumbres más corruptas de los gobiernos. Tampoco hay dudas sobre que la cuarentena, y las medidas siguientes, al afecta a algunas actividades, también afectaron los negocios particulares de algunos políticos en el poder. Pero, se la venían aguantando bien. Hasta hoy, que abrieron los casinos, específicamente prohibidos en el DNU presidencial vigente, y dejaron claro que la timba tiene coronita.

Se trata de un vicio, no de una cultura política. Se trata de la miserable estrategia de ocultar la verdad y aprovecharse del desconocimiento y de la desinformación para justificar lo injustificable, cuando no es para encubrir delitos de corrupción. De una u otra manera, esto de esconder la realidad no es nuevo. Así como alguna vez el objetivo fue tapar la situación económica neutralizando el Indec, ahora decidieron tapar la desastrosa situación de la educación suspendiendo el Operativo Aprender.

De eso damos fe quienes llevamos adelante parte de nuestra tarea en pasillos públicos, incomodando a quienes ostentan algún cargo político. Hemos descubierto que la intolerancia no es exclusiva de un sector político, sino que es una miseria común entre quienes rechazan lo distinto o aquello que les es antipático, y que eso es fruto de falencias propias de quienes la profesan.

Es lo único que el hombre, a pesar de su ciencia, no puede impedir que lo condicione, o que lo limite. Es el único recurso que nadie puede comprar, ni robar, y, lo peor, es que nadie tiene la menor idea de cuánto tiene, aunque de él depende la vida. Sin embargo, nadie lo valora, ni lo defiende, y, casi siempre, lo termina perdiendo. Solo alcanzan a reconocer esto quienes perciben que se les está acabando. Sin lugar a dudas, es lo más valioso que tiene el hombre en su paso por este mundo.

A casi 15 meses del comienzo de la pandemia, aún impera la incertidumbre, y, quienes hemos tenido la responsabilidad de comunicar, no solo no podemos ser indiferentes a esto, sino que debemos reconocer nuesto fracaso. En todo este tiempo, a pesar de que se nos reconoció como fundamentales en la superación de esta crisis sin precedentes, no hemos podido saciar la desesperada demanda de conocimiento, ni nos hemos atrevido a enfrentar al Estado en sus desatinos.

El avance de la pandemia nos ha llevado a una situación en que, a cada gualeyo, no le alcanzan los dedos de una mano para contar los "irresponsables" conocidos que se contagiaron y zafaron, o que se enfermaron y la pasaron mal, o que se las vieron tan mal que murieron. Hoy, las autoridades ya pueden contarla como quieran, pero, al fin del día, lo que todos sabemos bien, en carne propia, es que esto avanza y nadie se hace cargo de darle una solución.

Me resultan curiosos los debates entre padres, docentes y políticos sobre si las clases deben ser presenciales o no, siendo que nadie ha demostrado nunca interés alguno en la educación misma. Ahora se muestran todos preocupados por el medio en que se transmiten los contenidos, y no sobre éstos mismos, siendo que, desde hace décadas, no estamos educando. Prueba de esto es que más de la mitad de nuestros gurises no sabe interpretar textos, ni resolver problemas matemáticos. No hagamos que nuestra hipocresía traicione a Sarmiento.

Hoy es domingo y en la mayoría de las casas del país hay una reunión familiar alrededor de la mesa. No importa la casa o como sea la mesa, no importa cuál será el plato que se sirva, lo único que importa es estar juntos, la charla en sí misma. ¡Nada más argentino que la mesa del domingo!

Hace muchos meses que sabíamos que la cantidad de contagiados era bastante mayor a la informada oficialmente, al igual que sabíamos que eso no era casual, o sin querer, sino que, por evidente, tenía que obedecer a alguna política de ocultamiento de datos. Ahora bien, frente a un inocultable crecimiento de casos, aquello que podría haber sido conveniente puede que haya dejado de serlo, generando la necesidad de blanquear la situación, y, después de una sugestiva conferencia de prensa, hoy, luego de más de una semana de encierro, nos informan que se triplicaron o cuadruplicaron los casos. 

Ser oposición en tiempos de pandemia, tal como lo demuestran el militontaje mediático pro-radical en las redes, y alguno de sus elocuentes caciques en los medios, que no se diferencian de los oficialistas, es fácil, pero hacer oposición es otra cosa. En el ámbito local, la pasividad de los paladines del cambio que no fue, acompañados por el grueso de la dirigencia civil, es absolutamente funcional al régimen nacional. Tanto que la gente ya perdió de vista las diferencias entre unos y otros, y todo marcha según las pretensiones del populismo.

Según se supo en una reciente conferencia de prensa, la Provincia y la Municipalidad, indiferentes al hecho de que las restricciones no han servido para detener el virus, y sin tener la menor idea de cómo se está propagando, insisten en prohibir y cerrar actividades, en lugar de evaluar el problema con información cierta y trabajar en medidas que apunten a reducir efectivamente los contagios, la ocupación de camas y las muertes.

Haber nacido dentro de un frigorífico, heredero de medio siglo de oficio, haberle dedicado media vida propia al palo, y ver cómo, otra vez, hacen lo mismo, despierta viejas pesadillas que creía haber olvidado. Nuevamente, la carne, uno de los iconos más representativos de la Argentina en el mundo, sufre la ignorancia, el resentimiento, y la incompetencia política. Como victima entonces, y como testigo hoy, no puedo evitar compartir mi parecer. A esta película ya la vi en el 2008.

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