Ser en el hacer
El texto bíblico es rico en orientación para ejercer un civismo constructivo. La santidad es donde se lo hace. El templo no es el único ámbito de lo sagrado, sino que lo sagrado es la vida toda. Para una espiritualidad cívica, la calle, el lugar de encuentro social, la oficina, la escuela, todo lugar de reunión es expresión cabal y definida de que soy lo que hago y hago lo que soy.
El Levítico enseña al pueblo cuáles son las cosas que debe hacer en cumplimiento de la ley: “Cuando siegues tu tierra, no segarás el último rincón de ella ni espigarás tu tierra sagrada. No rebuscarás tu viña ni recogerás el fruto caído de tu viña, para el pobre y para el extranjero lo dejarás”.
La ley bíblica ofrece una acción concreta de consagración. Le dice al dueño del campo que no debe tomar toda la producción, sino que debe dejar una parte, una esquina, para que la coseche para sí el que menos tiene. Lo mismo ocurre con la viña cuando lo llama a no recoger los frutos caídos y permitir que lo tomen los que tienen, porque la verdadera bendición de la tierra es dar al otro una parte, de esa bendición, para que la tome como sustento. Es una hermosa lección que se extiende también al extranjero, que es extraño pero reconocido en toda su dignidad.
Lo que dice la ley es que, ante la necesidad, todos estamos igualados y la acción sagrada de reparar es ofrendar una parte de lo que se posee. Vemos aquí uno de los principios para la acción cívica: consagrar lo cotidiano. A diferencia de suponer que se tiene siempre derecho al cien por ciento de lo producido, hay una porción del todo a la que, como acto de conciencia, porque es justo, se debe renunciar anticipadamente, antes de poseerlo efectivamente. Eso significa que el que da no pierde el diez por ciento que otorga al otro, “el que menos tiene”, dice el texto bíblico, sino que da las gracias por el noventa por ciento que gana para sí. Lo sagrado está en compartir.
Esta ecuación bíblica del diezmo no hace referencia, en absoluto, a una cantidad sino a una parte. No es un impuesto coercitivo, sino una disposición del corazón. Es en este sentido que la espiritualidad cívica se fundamenta para hacer, de cada ciudadano, una referencia de acción transformadora.
Esta forma de dar es una manera de respetar y consagrar la dignidad del otro –de aquel que no tiene lo que necesita para vivir–, ya que debe llegar a esa esquina del campo que le fue reservada para que, una vez que esté allí, coseche por sí mismo todo lo que necesita. De esa manera, el que da y el que recibe se hacen uno desde el momento en que comparten la bendición del sustento mediante el trabajo.
El texto bíblico no propone una doctrina social, sino que lo es en la práctica. Si todos separan, consagran, comparten y reparten, la sociedad está redimida no solo desde el punto de vista teológico o filosófico, sino también en la práctica.
Llevado este ejemplo a la moderna espiritualidad cívica que proponemos, nos permite ver de otra manera el rol de quienes eligen y de quienes conforman las instituciones republicanas. Las leyes del Congreso, lo legislado, lo reglamentado, ya sea en materia impositiva, de salud, de educación y bienestar social, no son obra de los funcionarios, sino de una sociedad que resolvió considerar esas instancias como sagradas, sin las cuales ni ella misma es digna de ser.
Rabino Sergio Bergman