Cada cosa por su nombre
Siempre nos dijeron que el poder corrompe, pero siempre preferí creer que el poder corrompía solo a quienes se dejaban corromper. A la luz de la decepción provocada por los últimos gobiernos, los argentinos empezamos a descubrir que, lamentablemente, la corrupción es una cuestión cultural, tan naturalizada, que ya la consideramos inevitablemente nuestra.

A partir de que descubrimos que la nueva política fue un cuento chino y que el cambio nunca existió, los argentinos nos vamos encontrando con que todos los que ascienden, de una u otra manera, se corrompen, no porque los corrompa el poder, sino porque no están preparados para enfrentarlo.
Entendamos que corrupción no es solo quedarse con un vuelto público, sino que también lo es mentir, manejar prebendas, acomodar gente, ser intolerante, ser soberbio, discriminar, privilegiar, recurrir al nepotismo y al amiguismo, y otros tantos vicios tan comunes hoy y siempre en demasiados órdenes de nuestra vida.
De acuerdo a ésto, corrupta es toda conducta de gobierno que no apunte a gobernar en favor de sus gobernados, pues desvía esfuerzos y recursos, económicos o de cualquier tipo, hacia otros objetivos o intereses, particulares, sectoriales, o de cualquier tipo ajeno al interés público.
En este marco de descubrimiento, los argentinos nos hemos encontrado con que la corrupción es una conducta que nace en quienes no califican para gobernar, ni intelectual ni moralmente, y caen en la creencia de que quienes ostentan un mandato, sea cual fuere, son omnipotentes, son los dueños de la cosa, y que pueden hacer y deshacer, arbitrariamente, lo que se les de la real gana. Se trata de un concepto monárquico, egocéntrico y absolutista, muy alejado de la comunión social que impuso la modernidad con la democracia y la república.
Ahora bien, si bien ya sabíamos que quedarse con dinero del pueblo es alevosamente delictivo y afecta directamente al pueblo, los argentinos, ahora, empezamos a descubrir que el daño de cualesquiera de las otras formas de corrupción es igual, o, a veces, peor para el pueblo, pues puede afectarlo en mayor medida y de modo irreversible.
O sea, nos encontramos con que la realidad de nuestra historia inmediata nos puso en un callejón sin salida acorralados por el “roba pero hace” y el “no roba ni hace”, cada uno corrupto a su manera, y entre estos flagelos hoy estamos buscando escurrirnos.
Por ejemplo, empezamos a ver, con los últimos gobiernos, que una cometa puede ser menos dañina que el sueldo de un incompetente, que el precio de un servicio mal hecho, o que el costo de una mala decisión política. Nos vamos dando cuenta de que, en todos los casos, se trata de corrupción y que siempre es Juan Pueblo el que paga, sea en dividendos, o sea en postergación.
Así vamos tomando consciencia de que, al igual que una vez un funcionario fue señalado como corrupto solo por colgarse de la luz por un valor despreciable, también debe ser señalado como corrupto aquel que contrata personal o servicios que no califican para la tarea necesaria, ya que implica pagar con dinero del pueblo algo que no sirve, y mucho más caro que el kilowatt-hora. O aquel que prioriza, en cualquier circunstancia, a amistades, a parientes, o a quienes se les debe favores personales o políticos. O aquel que, para disimular la realidad, recurre públicamente a la mentira, o, en su defecto, exagera o tergiversa la verdad. Por mencionar algunos vicios naturalizados en esta nueva política.
O sea, no solo es corrupto aquel que arregla una licitación en favor de alguien a cambio de una comisión, sino que también lo es aquel que cobra por hacer algo que no está preparado para hacer, y, más aún, aquel que ni siquiera está interesado en hacerlo. Ni hablar de aquel que es testigo de todo ésto y lo consiente en silencio por cuidar su puesto.
En otras palabras, a partir de la decepción o frustración del supuesto cambio que prometió la nueva política, los argentinos estamos descubriendo que corrupto viene a ser todo aquel que tiene una responsabilidad dentro de un gobierno, pero que no está comprometido con la misma, sino que solo le interesan sus honorarios o su carrera política, y solo cumple con lo mínimo indispensable para zafar, recurriendo a mentiras y medias verdades para demostrar que sí está comprometido, o a excusas para justificar el no haber cumplido con ese compromiso.
Como consecuencia de este descubrimiento nos vamos encontrando con que es preciso, de modo urgente, desnaturalizar la corrupción en todas sus versiones, a la vez que vamos tomando consciencia de que eso solo será posible cuando como sociedad comencemos a dar a luz dirigentes sanos, preparados, y, más que nada, comprometidos en serio con la tarea de gobernar su pueblo.
Hoy ya hay generaciones que ven el costo que pagamos por un pasado de indiferencia política y de egoísmo social, a la vez que ven cada vez más grave la ineptitud de la clase dirigente.
Norman Robson para Gualeguay21