6 noviembre, 2024 3:45 pm
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Cuando el odio te empuja a cambiar

Este domingo les comparto un relato en el que es preciso entrar de puntas de pie y con un corazón macerado en el amor más comprensivo.

Eran cerca de las tres de la mañana y algún ruido me despertó.

Me levanté despacito para no interrumpir el sueño de Juan Carlos, me asomé a la pieza de los chicos y vi que los tres estaban durmiendo bien. Me llamo Karina, tengo 32 años, y mis chicos tienen 8, 5 y 3. El cuaderno de Pablo (el mayor) estaba abierto y me dio curiosidad leerlo. Había escrito como tarea un cuento que tituló “Odio a Karina”. Me quedé helada y una especie de hormigueo me recorrió el cuerpo. Me fui a la cocina y leí y releí varias veces.

Primero se me humedecieron los ojos, se me hizo un nudo en la garganta, y enseguida me invadió un llanto acongojado que no paraba. ¡Mi hijo expresaba su dolor y bronca hacia mí! Los reproches iban desde mis ausencias a las reuniones de padres, ausencias a los actos escolares en los cuales tuvo algún papel importante, ausencia para llevarlos a pasear, ausencias y más ausencias. En ese momento “me cayó la ficha”. Mi adicción a la cocaína me había llevado a borrarme de la vida de mi familia y tuvo como resultado el rencor de Pablo. En ningún momento del relato me llamaba mamá. En esos momentos pasaron por mi memoria montones de situaciones de olvidos y abandonos y podía reconocer con culpa que Pablito tenía razón, y seguramente no sería el único perjudicado.

Yo no tuve una infancia feliz. Me maltrataron y ningunearon. Un primo más grande que vivía en casa abusó de mí cuando yo tenía 12 años, y el día en que le conté a mamá me dio vuelta la cara de una cachetada que nunca supe por qué. Mi papá nos abandonó un buen día y no lo volvimos  a ver. Pero mi infancia desgraciada no es justificativo para que mis hijos repitan la historia.

Cerca de las cinco de la mañana, Juan Carlos se levantó preocupado y se sentó junto a mí en la cocina. Sin saber el motivo me abrazó hasta que él también vio el cuaderno y leyó. Y lloró con desconsuelo. Dios me iluminó y vi que estábamos en un punto de quiebre familiar para bien o para mal, pero tenía que decir la verdad. Le pude expresar a mi esposo que lo amo, pero que le mentía. Que no era cierto que consumía cocaína muy cada tanto sino que lo hacía todos los días. Empecé cuando tenía 17 años. Antes de casarnos, llegué a prostituirme varias veces para comprar droga. Pude contar que una vez que nos casamos la había cortado por un tiempito pero volví a caer. Eso me llevó a mentiras reiteradas. Le confesé que no era cierto que me habían robado tantas veces, que mentía en los gastos de la casa, que mentía con el dinero que ganaba con mi trabajo, que inventaba historias para pedir dinero a mis amigas. Muchas mentiras cada vez más difíciles de tapar.

Juan Carlos acusó el golpe con gran sufrimiento y confusión. No sé si era mi imaginación, pero parecía pasar de la comprensión al rencor, de la culpa por no darse cuenta al juicio despiadado. Me abrazaba y me soltaba como sin poder decidir qué hacer ante esta trompada de años de mentiras. De pronto algo pasó en él y me abrazó y lloró entre abrumado y entristecido. “Si querés yo te acompaño para salir de esta.” Y no pude parar de derramar gratitud y llanto, ahora de consuelo. Hay miradas, gestos, abrazos y nombres dichos a tiempo que sanan y te salvan la vida.

Fue clareando el día y se levantaron los chicos, pero ya era tarde para ir a la escuela. Se angustiaron mucho cuando nos vieron así y nos abrazaron. Juan Carlos les dijo: “mamá está enferma y estábamos charlando de eso. Pero se va a poner bien. Miren, a mí también se me hizo tarde para ir a trabajar; le aviso a mis compañeros, desayunamos y nos vamos a pasear”.

En este testimonio se palpa la presencia y la ausencia de un amor activo, transformador. A veces para bien y otras… cuánto dolor… Quién mejor que el poeta para señalar un poquito luz: “Con un poco de amor sobrevivo/ sobrevivo pecado, castigo./ Con un poco de amor yo me salvo,/ sólo un poco de amor y soy algo.” (Silvio Rodríguez)

Ya pasaron casi cuatro años de aquella mañana. Pedimos ayuda y una amiga me habló de un “Hogar de Cristo” en el cual iba a encontrar una familia grande que me acompañaría (nos acompañaría) para salir adelante. Pablito sigue distante y desconfiado, tiene miedo que vuelva a borrarme. Con los dos más chicos pude mejorar mi presencia como mamá.

Me cuesta asumir algunas cosas y no caer en la mentira. Pero no quiero volver a encerrarme en falsos espejismos que me aíslan del amor.

Gracias, Karina, por tu valentía.

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, Administrador Apostólico de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

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