17 enero, 2025 11:35 am
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Doña Julieta habló de su hijo el Vasco

La Doña, ese mediodía, prefirió quedarse en la cama. Si bien no esperaba visitas, no dudó en recibir al periodista para contarle todo lo que tenía guardado. A ella le robaron un hijo hace unos días. A pesar de sus años, y de su pérdida, sorprende al cronista su lucidez, su energía, su templanza. Doña Julieta se acomodó en la cama y le contó todo lo que tenía que contar sobre como le mataron al Vasco. Triste, con algo de ira, pero sin pelos en la lengua.

BLANCO-NEGRO

Menuda la mujer, añosa, de ojos intensos y ansiosos, sincera, y esa sonrisa gentil propia de los “turcos”. No podía disimular su sorprendente vitalidad. Sus canas lacias daban fe de una historia de vida tan rica como cruda, tan plena como áspera. Sus quince hijos, de los cuales tres ya son fallecidos, son solo un dato. Apenas el periodista se sentó en la cama contigua, la de María, su hija, la Doña comenzó a contarle todo eso que tenía atragantado y que quiere que todos sepan.

“Al Vasco me lo mataron a golpes para robarlo, porque no lo querían los del barrio”, comenzó, mezclando enojo con tristeza, pero bien consciente de lo que decía, y describiendo en detalle lugares y personajes del Séptimo. “Ahí no había junta, no fue una pelea de borrachos”, aclaró, agitando su dedo índice.

Juntos recordaron que el Vasco tenía setenta años, y rememoraron sus costumbres, y reconocieron sus vicios. Su carácter, su mirada, su sonrisa. El periodista era amigo del Vasco, y encontró en esa mujer las mismas expresiones. “Lo que es, es”, sentenció la Doña, y el cronista asintió con su cabeza.

El periodista coincide cuando la Doña le cuenta. Para ella, al Vasco no lo mató ese muchacho que tienen preso. Por lo menos no solo. Por más borracho que estuviera su hijo, era un hombre alto, grande, y curtido, no lo volteaban así nomás, y menos sin que se resistiera. “A quien se lo cargara, seguro le quedarían marcas de recuerdo”, había afirmado un conocido de aquellos pagos. Ella le recalca que quiere que la gente sepa eso.

Doña Julieta recordó a los parientes y vecinos del Séptimo que no lo querían, que se aprovechaban de él, y que desquitaban su resentimiento con sus bienes. “El Vasco era bueno”, afirmó, y su mirada de tiñó de húmeda tristeza. Hasta señaló a un vecino que habría boqueado por ahí advirtiendo que lo iban a matar, “que los tenían cansados”. El periodista la comprende, reconoce el ambiente, la envidia, el odio al personaje.

El Vasco, hasta hace pocos años, manejaba su hacienda en las islas, en el río Paraná, en algún lugar entre el Gualeguay y el Victoria. Esa era su vida, hasta que se vino para el campo de la familia. Justo frente a la Comisaría y la Escuela. El hombre no tenía problemas de plata, pero no sabía de bancos o cajeros, solo sabía de tarros y latas acovachadas en rincones del rancho.

“Días antes había cobrado el arrendamiento”, advirtió la Doña ante el cronista, y se preguntó: “¿Usted me va a decir que no aprovecharon para robarlo?, ¿Dónde fue a parar esa plata?”. Se sabía todo eso del Vasco, ya que no pocos aprovechaban para pedirle “prestado”, y él no sabía decir que no. De una u otra manera, Doña Julieta y María aseguraron que el Vasco tenía plata, mucha plata. “Que la gente sepa ésto”, insistió.

Foto: El rancho del Vasco visto desde la Comisaria.

Por otro lado, la madre de la víctima también señaló la inseguridad que se vive en el Séptimo, y lamentó la actitud de uno de los policías afectado a esa comisaría, ubicada a menos de cien metros del rancho del Vasco, donde encontraron su cuerpo, con varias horas de muerto. A la mujer la invade la furia contra sí misma por no haber estado con él.

Doña Julieta apunta que una señora le avisó al policía que se había escuchado un tiro por lo del Vasco, que otro vecino le hizo llegar al mismo uniformado la preocupación de la familia porque no respondía el celular, pero que éste solo respondió con desprecio e indiferencia. Ni siquiera quiso entrar a ver como estaba, y tuvo que intervenir un conocido bolichero, también pariente.

Más de doce horas estuvo muerto, o agonizando, el hombre en su rancho, bien enfrente de la comisaría. “Recién ahí lo encontraron al pobre”, se lamentó la madre. “Quiero que usted cuente todo ésto”, le suplicó al cronista, e hizo silencio.

La Doña nunca perdió su gentil sonrisa, ni siquiera cuando sus ojos se llenaron de lágrimas, ni siquiera cuando la invadió la ira ante tanta injusticia. Incluso, fiel a la cordialidad “turca”, obligó al periodista a probar un plato del guiso, hecho por María, mientras recordaban juntos anécdotas del Vasco.

Días después, luego de abordar el caso con otros vecinos y conocidos, el periodista enfrentó el teclado. La muerte de su amigo había dejado de ser un asesinato impulsivo perpetrado por un joven de cuestionables capacidades mentales al cabo de una discusión de borrachos. Se había abierto frente a él la hipótesis de un crimen diferente, muy diferente, con la premeditada participación de otros, todos motivados por viejas rencillas, y con la intención cierta de robarse el dinero de la víctima.

Por último, el cronista, al concluir su nota, escribió: “el esclarecimiento de este caso está en manos de la Justicia, la cual deberá hacer sus deberes y determinar la verdad de lo ocurrido, sin importar que el Vasco haya sido un paisano humilde de campo adentro, y sin importar que el crimen haya sido en un recóndito e inhóspito paraje del departamento Gualeguay”.

Cerrado el escrito, en el silencio de la madrugada, el periodista recordó el pedido de Doña Julieta. “Siempre hay formas de decir lo que se debe decir”, se dijo. Luego, satisfecho, levantó la mirada al cielo, y sonrió, mientras recordaba anécdotas de un pasado no tan lejano.

Norman Robson para Gualeguay21

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