Hijos del agua
Villa Paranacito, febrero 2016, el agua del Uruguay y del Paraná nuevamente inundó su vida, pero los isleros ya saben vivir así, por eso sufren la indiferencia del mundo mientras su economía se destruye.

Desde el año pasado, por el agua, todos los negocios están suspendidos, pero los isleros, dignos hijos del agua, siguen viviendo, por lo menos, hasta que aguante la cosa.
“Y la cosa ya lleva meses y pinta cada vez más complicada”, reconoció el cajero del banco, “es que, al pararse todo, no entra plata, y los isleros seguimos comiendo”, agregó.
La perla del sur entrerriano
Paranacito, con sus casi cinco mil isleros, es la ciudad ubicada más al sur en la provincia, emplazada bien dentro del delta, 20 kilómetros al sur de la autovía 14.
Si bien los primeros pobladores se asentaron sobre el arroyo Negro, y luego se desarrollaron en Brazo Largo, finalmente encontraron a orillas del Paranacito el lugar ideal para seguir creciendo.
De este modo, Paranacito se hizo Villa y se extendió hacia los arroyos Sagastume y Martínez, integrando el turismo, sus producciones regionales y varias pymes madereras y metalúrgicas.
A pesar de su importante desarrollo económico, y de las gestiones realizadas en tal sentido, Paranacito sigue sufriendo por su acceso, obra incomprensiblemente inconclusa.
La elevación y pavimentación del único acceso continental fue concebida a partir de la concesión de la autovía, pero solo fue cumplida en un 75 por ciento.
Estos cinco kilómetros pendientes, bajos y de ripio, son los responsables de que, a partir de cualquier creciente, Paranacito y sus isleros queden totalmente incomunicados por la vía terrestre.
En el marco de una suerte de plan estratégico, contando con tener este acceso completo, se dotó a la ciudad de dos cerros artificiales, uno para la radicación de industrias y el otro habitacional, ambos elevados a igual cota que el nuevo acceso, lo que permitiría una mejor tolerancia a las crecientes, pero…
El agua da, el agua quita
Paranacito marcha al ritmo del agua, y de todo lo que esta le entrega. Un gran desarrollo turístico a partir de sus brazos de agua se sumó a sus economías regionales tradicionales y no tradicionales.
De este modo, cuando el agua quiere, Paranacito late intensamente con la presencia de turistas, con los aserraderos, con los pecan, con la miel, la ganadería, la pesca, y con todo lo que esto demanda, imponiendo crecimiento y nutriendo una interesante balanza comercial con saldos positivos.
Pero cuando el agua decide caprichosamente suspender esto, Paranacito se detiene, se suspende su latido económico hasta nuevo aviso, pero sus hijos sobreviven mimetizándose con el río, como un pueblo anfibio que se mueve de forma indistinta en la tierra como en el agua.
Ellos saben que el agua da y el agua quita. Por eso su ritmo de vida sigue, indiferente a la crisis hídrica, como si nada, manteniendo inalterables las rutinas y las agendas.
Pero, cada islero, en su intimidad, siente como la disminución constante de sus reservas lo complica. Sabe que si el agua no se va…
Cuestión de sangre
Quien se llegue hasta esta perla del sur entrerriano en plena crisis se sorprenderá al encontrarse con una idiosincrasia particularmente diferente al resto de Entre Ríos.
A los isleros se los ve, a pesar de la situación, ordenados en su caos, prolijos a pesar del agua a la cintura, orgullosos de su vida aunque el río los invada, dignos hijos del agua.
Algo deben tener que ver con esto las entrelazadas las raíces valencianas, alemanas y dinamarquesas, salpimentadas con algún gen criollo o luxemburgués.
Más allá de esto, de una u otra forma, el agua ya sabe de la indómita tolerancia de los isleros a las vicisitudes que les proponen los caprichosos humedales del delta.
Por eso, ante la adversidad de la creciente y la indiferencia del mundo, lo cual compromete hasta su misma subsistencia, los isleros no cejan en su afán de vivir, sosteniendo siempre una franca y genuina sonrisa.
Tal es la unión de los isleros ante la adversidad que, a pesar de la crisis, y de la ausencia de turistas, ellos no bajan los brazos ni claudican en sus agendas, al punto de que, todos los fines de semana, la Plaza de los Artesanos se convierte en el punto de encuentro obligado del pueblo, al igual que este fin de semana también será cita obligada el corso infantil.
“No importa que no haya turistas. Lo importante es contenernos entre nosotros”, me aseguro una maestra.
Quien tenga la suerte de conocerlos, comprobará que el desafío de la creciente, la amenaza de la sudestada, el posible corte del acceso, la perpetuación del agua y la incertidumbre del futuro, junto con sus consecuentes angustias, no logran voltear esa férrea actitud que los caracteriza, al punto de que no se les empaña la sonrisa.
Igual pero distinto
El agua ya está adentro, el río crece, el acceso está que se corta, aseguran sudestada y todo pinta mal. Pero nadie se entrega. La sonrisa persiste. Solo se ponen serios para dejar claro que no quieren malentendidos. Todos quieren que el mundo sepa bien lo que les pasa.
“No somos Concordia”, dijo claramente el intendente para comenzar a explicar que lo que sufren Paranacito y sus isleros es distinto.
“A nosotros no se nos mojan los colchones”, me agregó una colega para dejarme claro que ellos demandan una asistencia diferente.
“Acá no hay evacuados, acá todos somos autoevacuados”, me contó una comprometida artesana destacando que ellos saben de ciclos, que ellos se criaron con los ciclos.
“Acá lo que puede necesitar alguna gente son espirales, repelente, insecticida”, me detalló una enfermera, “y tul, mucho tul”, me agregó enfática.
“Nuestro problema es que tenemos la producción parada, pero a los muchachos no los podemos dejar en banda”, me confesó un maderero, mientras levantaba maderas para cerrar el galpón ante la inminente entrada del agua.
“Casi que nunca abrimos. Cero turistas. Toda la temporada perdida”, se lamentó una prestadora que tiene dos metros de agua en su complejo.
“La gente achicó el gasto. Gasta lo menos posible. Y en cualquier momento deja de gastar. Y ahí sí que no sé qué vamos a hacer”, afirmó preocupado un carnicero.
“Necesitamos infraestructura. De la pública y de la privada. Y ambas deben llegar por iniciativa del Estado”, me expuso un político esbozando una solución.
“Tenemos riquezas y sabemos explotarlas. Solo necesitamos ayuda para no morir en el intento y ayuda para consolidar cada paso que damos entre creciente y creciente”, sentenció un amigo mientras remaba rápido para llegar antes de la una al banco.
Conclusión
Los isleros de Paranacito sufren dignamente los embates del destino. Solo en la intimidad desnudan su dolor por la soledad de su lucha, por la indiferencia del mundo, por la incertidumbre del futuro.
Pero cuando salen nuevamente a la vida, a guerrear la adversidad, a remarla con viento y corriente en contra, vuelven a vivir, vuelven a sonreír, agradecidos por la vida que les tocó y en paz con su río.
Es que son dignos hijos del agua, como el mismo río.
Norman Robson para Gualeguay21
NdeR: En la fan page de Gualeguay21 en Facebook hay un álbum con cien imágeneres