La bondad inesperada
No le podemos “pedir peras al olmo”. Eso es una gran verdad popular. Jesús también lo expresaba diciendo que “No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos”. (Lc. 6, 43)
Pero tenemos que cuidarnos de no juzgar apresuradamente sobre cómo aplicar estas expresiones a los demás. A veces nos podemos equivocar respecto de lo que pueden llegar a hacer los otros, encasillándolos en moldes preestablecidos.
Los Publicanos dedicados al cobro de impuestos para los Romanos, los leprosos (considerados impuros), los Samaritanos, y los pecadores de cualquier orden eran mal vistos en tiempos de Jesús. Eran considerados impuros para el culto, e incluso también para la vida en la sociedad (como los leprosos). De ellos se estuvo ocupando Jesús subiendo a Jerusalem, como hemos leído en las misas de estas últimas semanas.
Reprochó a los que se tenían por justos y despreciaban a los demás (Lc 18, 9); se acercó para la curación y purificación de los 10 leprosos (Lc 17, 11); denunció el riesgo del dinero con la parábola del hombre rico que desprecia al pobre (Lc 16, 19)…
Hoy nos presenta el conocido relato del encuentro entre Jesús y Zaqueo, no sólo publicano sino el jefe de los mismos (Lc 19, 1-10). Este hombre “quería conocer a Jesús”, y sabiendo por dónde iba a pasar se acercó y se trepó a un árbol a causa de la multitud para poder aunque sea verlo al pasar por allí.
Y entre tanta gente Jesús levanta los ojos, lo mira y le dice “Zaqueo, baja pronto porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.
Es llamativo que este encuentro y disponibilidad de Jesús para con el considerado impuro, corrupto, amante del dinero, sea cuestionado por la multitud que lo seguía. Murmuraban por atrás criticando que el Maestro vaya a la casa de un pecador que, además, le recibe con alegría.
Sin embargo no es menos sorprendente la actitud de Zaqueo. Al encontrarse con Jesús empieza a ver también a los pobres. Al sentirse reconocido como hijo empieza a mirar a los demás como hermanos. Por eso su proceso de conversión se empieza a desplegar dando la mitad de sus bienes a los pobres y restaurando la justicia con quienes había perjudicado.
No hay que pasar de largo la frase con la cual Jesús concluye el relato: “porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. (Lc 19, 10)
Jesús fue enviado por el Padre con esa misión. Y también nosotros, sus discípulos, su Iglesia, tenemos esa misma tarea. En la mañana de la Pascua Jesús dijo a los Apóstoles: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. (Jn 20, 21)
Nos encomienda la misma misión de buscar y salvar lo que está perdido.
Recordemos que ya nadie esperaba nada de la vida de Zaqueo, lo veían como un pecador empedernido, autosuficiente, soberbio, corrupto. Jesús vio otras posibilidades en su corazón. Si fuera por el “qué dirán” Jesús nunca se hubiera sentado a dialogar con la mujer samaritana, ni hubiera compartido la mesa con los pecadores, ni Felipe se hubiera subido al carruaje de un eunuco y extranjero (Hc 8, 26). Criticados fueron San Alberto Hurtado por buscar a los niños y adolescentes que estaban durmiendo bajo los puentes y formar para ellos el “Hogar de Cristo”; San Oscar Romero por cuidar a los pobres y campesinos; San Juan Pablo II por ir a la cárcel a visitar a Alí Agca, su agresor y terrorista. Y podríamos hacer una larguísima lista de santos a quienes se quiso tapar con mantos de sospecha.
La Iglesia a lo largo de los siglos se ha encontrado (se ha salido a buscar) con quienes eran considerados descartables o inútiles. Cuidó de los huérfanos sin familia ni hogar, de los mutilados en las guerras, de los migrantes expulsados de sus tierras, de los minusválidos, de los expulsados del sistema educativo, los que no tienen trabajo. Y se ha ganado en muchas oportunidades críticas y murmuraciones.
Si queremos emprender obras de misericordia, según cuáles sean, hay que prepararse para la murmuración.
También hoy nos ocupamos de los pobres, los adictos, los privados de la libertad. De quienes son estigmatizados por su ropa, su etnia o su orientación sexual. No podemos encasillar la vida en prolijos moldes en los cuales las personas deben ubicarse para poder acercarnos a su dolor. Hay que recibir la vida como viene. En ellos resplandece, aun en medio de sus historias, el ser imagen y semejanza de Dios, llamados a una vida digna.
Ojalá tengamos la mirada de Jesús que es capaz de ir al corazón y hacer brotar anhelos de santidad.
No demos a nadie por perdido, y no pensemos ser mejores que otros. “Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.” (Lc. 18, 14).
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social