Los cargos como prebendas encubiertas
Es una fea costumbre, es un acto naturalizado de corrupción. “Pedile un puestito, ahora que está ahí te tiene que ayudar”, entienden algunos. “Lo acompaño para que, si ganamos, después me dé un puestito”, se motivan otros. Salvo que califique en idoneidad para la función, el nombramiento en el “puestito”, el cual se paga con el dinero de todos, es una prebenda. La práctica natural de esta “retribución” en toda la política no solo ha agigantado toda la administración pública, sino que la ha degradado a niveles de espanto.
Es tristemente común ver como, con cada nueva gestión, ingresa al servicio del Estado una nueva horda de amigos y militantes, cuando no algún otro compromiso personal, pero, de la camada ingresada con la gestión anterior, apenas se van unos pocos. Esta mecánica política de incorporación desmedida de personas, sin importar si éstas califican o no para el cargo, es responsable de las exageradas dimensiones que caracterizan hoy al Estado, y, también, del alto grado de ineficiencia que impera entre sus filas.
Por otro lado, igual de lamentable es el hecho de que, con esta “política”, los otrora dirigentes, ahora devenidos en funcionarios, ya de entrada, destinan recursos dinerarios de la ciudadanía para pagar deudas o favores personales, en un claro y flagrante hecho de corrupción. “La corrupción tiene múltiples rostros, algunos de éstos ya no los reconocemos”, o, dicho de otra forma, no solo es corrupción disponer del dinero contante y sonante de las arcas públicas, sino que también lo es disponer arbitrariamente de los recursos que con ese dinero se pagan.
Cabe resaltar que no se trata de aquellos casos donde el beneficiario del cargo, amén de su relación con la parte contratante, están capacitados a llevar adelante la función, los cuales son los menos, sino de aquellos que, en la necesidad, o en la ambición desmedida, aceptan un puesto para el cual no están preparados.
Lamentablemente, esto es así en los cuatro puntos cardinales de esta bendita Argentina, y en todos los niveles del Estado, sea éste nacional, provincial o municipal, siendo en las municipalidades, como la de Gualeguay, último escalafón de la administración pública, por su carácter territorial, donde más se puede apreciar ésto, y donde más lo sufre la ciudadanía.
¿Cómo lo sufre?
En particular, lo sufre el trabajador público genuino, aquel que hizo carrera a fuerza de empeño y sacrificio, y desempeña responsablemente su función, ya que, por un lado, cada vez son menos, y, por el otro, el descrédito del sector no discrimina a los buenos, sino que caen todos en la misma bolsa. Pagan justos por pecadores.
Del mismo modo, en general, lo sufre la sociedad en su conjunto, ya que, cada vez sale más cara la administración pública, porque cada vez son más, a la vez que salen más caros los desaciertos, por la inoperancia reinante, de parte de esa gente a quien se le dio una función que no puede cumplir. Todo ésto se puede apreciar, fácilmente, observando la realidad social y política del territorio.
Cuando los servicios son malos, o cuando los impuestos son caros, o cuando las cosas están mal hechas, o cuando impera la injusticia, o cuando no hay mantenimiento, o cuando no hay crecimiento, miremos más allá en busca del origen de ese problema, y, seguramente, encontraremos inocentes, o no, en cargos que les quedan exageradamente grandes.
Como la culpa no es del chancho, dice el dicho, hoy, frente a esta realidad, la sociedad, y su sociedad civil, deberían exigir, de modo urgente, un proceso de saneamiento laboral del Estado, a partir del cual, de ahora en más, los funcionarios que aterricen no puedan nombrar a cualquiera, y aquellos funcionarios que no califiquen para el cargo de responsabilidad puedan ser reubicados o licenciados.
De no hacerlo, los territorios, en manos de municipalidades sobredimendionadas e inoperantes, enfrentarán, ya no solo la postergación, sino que, también, su colapso político.
Norman Robson para Gualeguay21