Los verdaderos culpables
Uno de los vicios más patéticos del gen argento es el de evadir cualquier responsabilidad sobre la realidad que le toca vivir, vicio que se ve potenciado en la clase política que nos representa, perpetuando una condena de injusta postergación.

Desde que tengo uso de razón escucho que los políticos son nuestro más fiel reflejo, y que, por ende, los votantes somos los culpables de cuanto infeliz gobernó estas tierras. Premisa que no está tan errada, pero que tampoco es tan cierta.
Históricamente, la política argentina ha sido, y todavía es, una impenetrable mafia de “familias”, vedada para aquellos de a pie, salvo previo sometimiento a una vida de corrupciones y perversiones. Un sector blindado de cualquier incursión que no garantice un incondicional servicio a los mandos “naturales”.
De este modo, el argento común, el pueblo, siempre debió elegir entre lo que había, entre los que llegaban, y, la mayoría de las veces, cayó en la desgracia de votar por el menos peor, en contra de aquel más nefasto.
Así ha sido la democracia argenta desde que voy al baño solito, tanto en los gobiernos nacionales, provinciales y municipales, como en los sindicatos, en los clubes, y en las sociedades de fomento.
Lamentablemente, esto no sería tan malo si la calidad humana de esas “familias” no fuera siempre tan nefasta, tan maliciosa, ya que en ellas primaron, y priman, los intereses particulares por sobre cualquier interés común, lo cual siempre redundó, y redunda, en un total desinterés por gobernar, por administrar para todos, por crecer en comunidad. Quienes llegan, llegan para su provecho, no para gobernar.
De este modo, los argentos, a través del tiempo, hemos estado condenados a una alternancia de colores donde cada uno destruyó el capricho anterior para construir de acuerdo a un nuevo antojo, nunca en el marco de un proyecto político, nunca en base a políticas públicas que vayan más allá del inmediatismo conveniente a su perpetuación en el poder.
Es así como se justifica la historia argentina de innegables postergaciones y retrocesos, a lo largo de la cual nos convencieron de que los argentos de a pie, el pueblo, fuimos y somos los culpables de no saber votar. Nos inculcaron, desde chiquitos, que los sucesivos fracasos, democráticos o de facto, siempre fueron culpa nuestra, y nunca de los sucesivos infelices que nos gobernaron.
En este contexto apareció el cambio, el cual es real, pero no como un pase de magia, sino como un sacrificado proceso cultural. Es utópico creer que una realidad de décadas de corrupción y perversión iba a cambiar de la noche a la mañana, y menos en las manos de infantiles e inexpertos políticos mezclados con los perdedores de siempre que vieron la oportunidad de sobrevivir un poco más como perdedores.
Así es que el cambio comete un graso error: quiere ser totalmente diferente a lo anterior, pero olvida que acarrea en su interior componentes con los vicios de siempre. Quiere inventar la pelota cuadrada cuando ni siquiera sabe jugar con la redonda, y los viejos sí. De allí su frustración, y, nuevamente, la soberbia, y, nuevamente, el recurso común de echarle la culpa al pueblo.
El pueblo vuelve a votar entre lo que le ofrecen según lo que le dicen. Siempre fue así, y nunca, jamás, nadie, quiso cambiar eso. Nunca, jamás, nadie, quiso un pueblo formado ni informado. Eso atenta contra la perpetuidad y alienta la dinámica democrática, esa que invitó al cambio. Nunca, jamás, nadie quiso eso, ni lo quiere hoy.
Es una premisa, ya indiscutible, que el pueblo vota según la formación e información que sus dirigentes le suministran. Así fue ayer, es hoy y será mañana, acá y en la China.
Entonces, quien gobierna, o quien dirige, especialmente en el marco de un cambio, debe hacerlo formando e informando al pueblo, a los argentos de a pie, quienes son los que, en definitiva, tienen la continuidad del proyecto en sus manos. Ellos, llegado el momento, decidirán, con su voto, si el proyecto sigue o no, si el cambio sigue o no.
Por lo tanto, lloren o pataleen, ellos, quienes lideran el cambio, son los culpables de lo que pasa, porque en su necia arrogancia, despreciaron el derecho del pueblo a ser formados e informados, olvidaron que la política se basa en formar e informar para crecer.
Cabe señalar que formar e informar NO es adoctrinar, ni se trata de propaganda. Formar es transmitir valores e informar es incorporar contenidos, valores y contenidos que los de a pie elegirán cómo adoptar, según su particular idiosincrasia.
Por todo esto, si los argentos de a pie, esos que conforman el pueblo que decide, en este tiempo que lleva el cambio, esta lucha cultural contra un pasado retrógrado, hubiesen sido formados e informados sobre lo que está en juego, su decisión sería diferente. Así es que esta realidad es producto de la negligencia política de quienes ostentan el poder. Ellos son los culpables, los de a pie, sus víctimas.
Más allá de que el futuro inmediato signifique un paso atrás, el cambio es una realidad que se impondrá tarde o temprano, ya que el pasado está en un inevitable ocaso. Solo hacen falta dirigentes a la altura de las circunstancias, a la altura del desafío de liderar el ineludible cambio cultural que se avecina.
Días atrás, una veinteañera me dijo que estaba cansada de toda la injusticia que se vive día a día, que se había dado cuenta que eso solo sería posible desde la política, y que quería participar. Toda una señal, toda una esperanza. El día en que los buenos gobiernen para todos, en el marco de un proyecto, haciéndose cargo, sin excusas, sin soberbias, definitivamente, está más cerca. Solo es cuestión de insistir.
Norman Robson para Gualeguay21