Misa Crismal 2015

El Evangelio de San Lucas nos presenta una predicación breve de Jesús, pero central si queremos conocer quién es Él y cuál es su misión.
Tomando el pasaje del profeta Isaías, el Maestro de Nazareth lo aplica a sí mismo. Varios siglos antes el profeta había anunciado con esas palabras el final de la opresión del exilio en Babilonia. Ahora Jesús se presenta como quien libera a toda la humanidad de la opresión del pecado y de la muerte. Como dirá Pedro unos años después: “Dios ungió a Jesús de Nazareth con el Espíritu Santo llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10, 38).
En la sinagoga el Señor comienza la lectura: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres…” (Lc 4, 18). Somos ungidos y enviados para dar Buena Noticia a los pobres. La cercanía de amistad con ellos es un signo de la autenticidad de la misión. La unción y el envío ──misión── van juntas. No hay unción sin misión, y viceversa. Unción es acción de Dios, muestra su iniciativa. Implica una consagración absoluta y plena del enviado. La misión es la respuesta del enviado. Por decirlo de algún modo, no conlleva un trabajo temporario, no es para algunos días al año. No tiene fecha de vencimiento o caducidad. La unción penetra hasta el fondo de la persona. Lo que antiguamente se hacía con aceite y perfume ──el crisma──, ahora lo realiza el Espíritu Santo.
Y si la unción es permanente, también lo es la misión. Es estable, permanece para siempre. Y siempre también es hoy. Sigue resonando a lo largo de los siglos la predicación de Jesús:
“Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”
(Lc 4, 21).
Quiero insistir en esta unión intrínseca e inseparable entre unción y misión, entre la obra del Espíritu Santo y el envío a anunciar la Buena Noticia.
Todos nosotros, Pueblo Santo de Dios, hemos sido ungidos en el Bautismo y la Confirmación. En estos Sacramentos se nos impuso las manos invocando al Espíritu Santo y se nos ungió en la frente con el crisma. Estos sacramentos son como un sello en el alma, imprimen carácter. Nada ni nadie pueden borrar esa unción. Ni el pecado, ni el poder del demonio, ni los poderes de este mundo
(Rm 8, 31-38).
Todo el Pueblo es ungido y enviado por Dios. El Papa Benedicto XVI al clausurar el año de la Fe predicando acerca de este pasaje evangélico decía que esto se aplica hoy a toda la Iglesia, Cuerpo de Cristo en esta historia.
Francisco nos dice que todo el Pueblo de Dios es misionero. “La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde sus raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión institucional. Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la Iglesia, que tiene su fundamento último en la libre y gratuita iniciativa de Dios.” (EG 111)
Debemos crecer en la conciencia de que “en todos los bautizados desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar” (EG 119). Y esta acción del Espíritu supera todo esfuerzo organizativo de la comunidad cristiana.
“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones.” (EG 120).
Como parte del Pueblo de Dios, algunos son elegidos, somos llamados, para servir a la fe de manera particular por medio del Sacramento del Orden Sagrado. Los diáconos, los presbíteros, los obispos. Nunca podemos entender la vocación si no es desde nuestra pertenencia al Pueblo de Dios.
Los diáconos son imagen de Cristo servidor de toda debilidad y pobreza; los presbíteros, imagen de Cristo Servidor y Buen Pastor, son llamados para construir la Iglesia en comunión fraterna con el obispo, sucesor de los Apóstoles.
Nos dice la Carta a los hebreos que el sacerdote es “tomado de entre los hombres y puesto para intervenir en favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios, para ofrecer sacrificios y oraciones por su pueblo” (Hb 5, 1).
Nuestra consagración es para servir a la fe del Pueblo de Dios. Como rezamos en el Prefacio de la Misa: “Deben esforzarse por reproducir en sí la imagen de Cristo y dar testimonio constante de fidelidad y de amor”.
En este año, de modo particular el Papa Francisco quiere que destaquemos a la Vida Consagrada. Son aquellos hombres y mujeres a quienes Dios llama para vivir con radicalidad el Evangelio entregando la vida por medio de los votos de pobreza, obediencia y castidad. Una vida profética que anuncia la inminencia del Reino de Dios.
Ellos también son llamados para formar familias institucionales respondiendo a distintos carismas al servicio de la Iglesia. La consagración es un camino particular de vivir esta unción y este envío común que recibimos en el Bautismo y que nos hace Pueblo, con un corazón indiviso, entregado a Jesús.
Jorge Eduardo Lozano, Obispo de Gualeguaychú
