Mujeres que la reman
Superar la pérdida de un hijo es un desafío para cualquiera, pero para la madre es algo particularmente más duro. La mera supervivencia a éste desafío exige de la mujer una más que significativa apuesta a la vida, hacerlo con una sonrisa hace de ellas un ejemplo. He aquí tres historias reales dedicadas a aquellas mujeres que la reman a pesar su perdida.

Tres historias de tres mujeres a quienes, de un momento para el otro, en un solo instante, les arrebataron el alma y se les desmoronó la vida en pedazos. A partir de entonces, cada una, desde sus propios escombros, se reconstruyó a sí misma, pedacito por pedacito. Hoy, ellas me contaron su historia, las que comparto con el objeto de que sirvan como verdadero ejemplo de actitud.
Con ninguna hablé de los hijos, ni de lo que eran, ni de lo que significan para ellas, ni siquiera de cómo pasó lo que pasó, sino que me contaron cómo se levantaron luego de semejante golpe, cómo enfrentaron la vida después de tan tamaña pérdida, y cómo hicieron para recuperar la sonrisa.
Una historia
Una tardecita del otoño de 2004, el amigo de su hijo adolescente llega a su casa para avisarle que algo había pasado. Al rato, en el hospital, enfrenta el cuerpo sin vida de su hijo. Había sido asesinado de un escopetazo.
Ella me contó que, a partir de aquel momento, vivió tiempos de negación, que perduraron tanto en las marchas por justicia como a lo largo de los controvertidos procesos judiciales. No podía creer que días antes había visto la marcha de Blumberg por la tele.
Años de juicio la mantuvieron en pie, sobreviviendo, sintiéndose condenada a vivir, pero disfrazada de entera aunque sabía que estaba rota. Se lo exigían sus otros dos hijos, de 10 y 13 años, más la jovencita novia con un nieto por llegar.
De ese modo, por años, congeló los duelos, oscilando entre la consciencia y la negación, atravesada por “el dolor más grande que puede haber”. Así anduvo hasta que se encontró sola con su alma.
Se separó del padre de sus hijos, se terminaron los juicios, los chicos se fueron a estudiar, no quedó nadie a quien cuidar, y no supo qué hacer consigo misma. Todo eso la llevó a caer en la bebida, en el abandono, en el poso del desinterés.
Así estuvo hasta tocar fondo. Entonces, con ayuda profesional, dejó su casa, y los recuerdos que en ella estaban, y se fue a Rosario, donde se rehabilitó y volvió a la vida, para descongelar sus lutos.
Me aseguró que, hoy, hace cuatro años que volvió a la vida. “Estaba rota entera”, me reconoció. A su regreso de Rosario, ya de alta, volvió a su casa, a convivir con su historia, en la paz de su jardín. Hoy ya no está sola, volvió a creer en el amor.
Me acompañó hasta la puerta. Al irme, la vi saludarme con la mano, parada en su zaguán. Aunque tenía la mirada húmeda, sonreía.
Otra historia
Una noche de viernes, en el 2009, una sobrina la llamó para avisarle que su hijo de 16 años había tenido un accidente con la moto y que estaba en el hospital. Una vez en la guardia, se encontró con su tesoro sin vida.
Me aseguró que quedó muy enojada con Dios y con la vida, ya que no le encontraba explicación. Así estuvo por mucho tiempo. Tal fue su encierro que, recién años después, cuando pintaron una estrella amarilla, su esposo le mostró donde había sido el accidente.
“Es que se te mueren todos los proyectos, todos los sueños que tenés”, me afirmó. No quería saber nada con nada, y confesó que hasta pensó en quitarse la vida. Hasta dejó de ser mamá. Con su marido, en aquel momento, tenían dos hijas más grandes, una de ellas casada y embarazada, y una pequeña niña de solo dos años.
La segunda hizo de mamá y papá, mientras el padre se concentró en el trabajo y ella se aisló de todo, sola en la casa. “No habría las ventanas”, me confesó. Así pasaron seis años, durante los cuales, cuando golpeaban a la puerta, su corazón se agitaba pensando que podía ser su hijo que regresaba a casa.
En el 2015, gracias a unos amigos, comenzaron, con su marido, a participar de un grupo religioso. Allí, ambos, comenzaron a encontrar la salida. Allí, con la alegoría del barrilete, en la cual el hijo es el barrilete en sí y la piola es el cordón umbilical que vamos soltando hasta liberarlos del todo, comenzaron a reconstruirse.
“A partir de ese momento empecé a aprender a convivir con mi dolor”, me afirmó, y agregó que, incluso, se puede ser feliz, tanto por uno mismo como por los demás.
Hoy, ella pasa su día abocada a su familia y, en especial, a aquella niña que sacrificó parte de su infancia en la tragedia. Como bien dijo ella, hoy lo más importante son ellos como familia, y a eso se deben. Hoy aprendió ya a cargar su dolor, lo que le permite disfrutar de su hijo perdido, pensándolo, reviviéndolo, llorándolo, pero siempre con una sonrisa.
Cuando me fui, ella, con su marido, quedaron en la cocina donde charlamos. Los imaginé mirándose uno al otro, tomándose la mano, soltando una lágrima, sonriéndose, socios en esto de sobrevivir.
Y otra historia
Una noche de mayo de 2014, un llamado telefónico de su expareja, a la una de la mañana, comenzó a darle la peor noticia de su vida. La doctora de guardia en el hospital se la confirmó. Su único hijo estaba allí, muerto, producto de una herida con arma blanca. Fue para robarle el celular.
Me cuenta que el gurí ya la había acostumbrado a los desafíos desde el principio. Tuvo que realizar intensos tratamientos para quedar embarazada. Después, debió pasar todo el embarazo en estricto reposo. Por último, después de que nació, estuvo internada con él por meses por problemitas en su gestación. Pero nada prepara a nadie para estas cosas.
A partir de aquel momento la vorágine del luto la llevó puesta, pero supo mantenerse aferrada a la realidad, apuntalada por los gurises amigos de su hijo y por su incondicional compañero. De ese modo, superó el juicio y vio hacerse justicia.
De todas maneras, cada día fue siempre un reto, en el que lo central era lograr sobrevivir a ese vacío que le dejó la pérdida. Para facilitar esto, se fueron a vivir a las chacras, donde encontró su lugar en el mundo, más cerca de la naturaleza.
Allí, en paz, carga con su ausencia y aprende, día a día, a vivir de otra manera, con otro sentido, gracias a que nunca perdió el optimismo. “El dolor, como yo digo, no se te va a ir nunca más”, dice, y enseña: “aprendés a llevarlo”.
Ella sabe que se trata de un proceso. “Hay que ponerle pilas”, dice, sin dejar de sonreir. Una sonrisa que la ayuda a apaciguar esos enojos que aún le quedan y brotan con algún recuerdo o alguna noticia.
Hoy, ella pasa su vida como ama de casa y disfruta de los cinco nietos de su compañero, mientras sale de una complicada situación de salud. Cuenta que, como si fuera poco, el destino le interpuso un cáncer de mamas, el cual ya está superando. Ella nunca bajó los brazos, y recuerda: “cuando el médico me enfrentó para darme el diagnóstico, le dije que si no me había muerto cuando me mataron a mi hijo, no me iba a matar un cáncer”.
Ella quedó cebándose mate, sola con sus recuerdos. Mientras charlamos, nunca dejó de sonreír, aunque sus ojos, de a ratitos, se le bañaran en lágrimas.
El ejemplo
Tres historias reales. Tres mujeres. Tres madres. Tres gurises. Tres tragedias. Tres vidas truncadas. Tres inentendibles injusticias. Incomprensibles. Injustificables. Tres dolorosas e inconsolables realidades. Tres desafíos de sobrevivir. Tres ejemplos de vida.
Tres historias reales que pretenden demostrar que, a pesar de todo lo que esa pérdida puede significar, hay que remarla. De una u otra forma, todas dejan ver que, aunque no haya ningún porqué para lo que pasó, si hay muchos porqués y paraqués para seguir adelante. Todas coincidieron, también, en que remar estas tormentas no es fácil, pero es posible, y puede ser lindo.
Dedicado a aquellas mujeres que reman la vida después de la muerte, cargando su mochila de dolor, buscándole razones al destino, y encontrándole el sentido al capricho. Madres de lo injustificable, en lo inefable.
Mujeres robadas por un desquicio, por un arma, por una ruta o calle, por el río, o por la desesperación. Mujeres como Carmen, Alicia, Silvia, Tati, Imelda, María Marta, Iris, Marta, Raquel, Irene, Olga, la otra Raquel, María, Liliana, Janet, Verónica, Cristina, Adela, Roxana, María, y tantas otras.
Norman Robson para Gualeguay21