Reflexiones compulsivas
Estos días de violencia ovalada y lluvia etílica recordé mucho, y con una sonrisa, que, cuando éramos chicos, los grandes renegaban con nosotros, y se acordaban siempre de sus padres y su crianza. “Mirá si yo le iba a decir eso a mi padre”, escuchabamos, y nos remarcaban: “a rebencazos nos sacaban”. Es indiscutible que los tiempos cambian, el secreto es hacernos cargo de esos cambios y de que sean para mejor.

Hoy, a la distancia de aquellas anécdotas, y con las responsabilidades que me competen como persona mayor (inalienables), y por profesar este hermoso rol de periodista (mal que les pese a algunos), regularmente debo replantearme algunas cosas, de modo de poder rectificarlas o ratificarlas. Cuestión de no perder el rumbo e irme a la banquina.
Hoy voy a compartir las reflexiones compulsivas del caso, en voz alta (una forma de decir).
En primer término, debo reconocer que no creo en eso de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Seria retrógrado. Pero tampoco compro, ciegamente, que la modernidad trae solo mejoras. Sería estúpido. Por lo tanto, oscilando entre estos extremos del péndulo, trató de encontrar la verdad, aquella de lo ciertamente conveniente y apropiado.
Por otro lado, creo que para encontrar certezas, sean del orden que sean, hay un solo camino: la reflexión, objetiva, honesta, sincera, sin contaminarla de conveniencias, simpatías o antipatías. Pensar. Reflexionar sobre los caminos recorridos y sus vicisitudes como resultado de oportunas elecciones, sobre la realidad actual como consecuencia de aquellas elecciones, y sobre la continuidad de esos caminos con las elecciones que hoy se toman y las que se tomarán.
En otras palabras, se trata de pensar la realidad haciéndonos cargo, y proyectarla a futuro sabiendo que, en gran parte, de nosotros depende. Creo que todo lo que nos pasa resulta de nuestras elecciones, las buenas y las malas, las oportunas y las no, las afortunadas y las no. Así es que venimos de elecciones e iremos a donde nos lleven nuestras futuras elecciones.
Dicho esto, confieso que reviso regularmente el pasado, el mío y el ajeno, y miro esta realidad sin tinturas, y siempre concluyo que, como siempre, nos estamos equivocando. Por eso, insisto: no creo que antes haya sido mejor que ahora, pero sí creo que ahora estamos cometiendo errores gruesos que arruinan las ventajas de este presente y comprometen el futuro.
Concluyo, así, en que el mundo a cambiado tan vertiginosamente en solo una generación, que solo nosotros, los viejos, podemos dar fe de ello. Creo que las nuevas generaciones no tienen la menor idea de lo que pasamos, de los cambios sufridos.
De ninguna manera la nueva generación puede imaginar de dónde y cómo vinimos para llegar hasta aquí. Ni que se lo contemos. Pueden reírse si les contamos de cuando al teléfono se le daba manija, o llorar si recordamos una racia militar, u horrorizarse de que fuimos a la escuela de pantalones cortos y que se nos congelaban las patas los 9 de Julio. Pero nunca podrán dimensionar, en la justa medida, ese camino recorrido por nuestra generación, mucho menos capitalizar la esencia incorporada.
Es cierto: los jóvenes son el presente, y nosotros somos el pasado. Eso está fuera de discusión. Pero difícilmente puedan forjar ellos su futuro sin saber cómo se forjó su presente. ¿Cómo podrán elegir los caminos correctos sin conocer los caminos por los cuales se llegó hasta acá? ¿Cómo Irán por el éxito propio sin conocer la correcta dimensión del éxito, y cómo sobrellevar los fracados sin la debida formación, esa que solo pueden legar los viejos?
No se trata de transmitir fórmulas, se trata de transmitir la esencia conceptual de la supervivencia y el desarrollo individual y en comunal. Esa no cambió, es la misma. Es la que habla de conductas y actitudes. Es la que sirve para saber qué camino tomar, o cuándo y cómo hacer camino donde no hay. Es la que nos brinda argumentos esenciales, los mismos hoy, que ayer y mañana, para elegir bien.
Después de eso, sí, que aprendan, que se pelen la frente, pero sin despilfarrar o desperdiciar el esfuerzo invertido por la humanidad, en el pasado, para lograr este presente.
Al reflexionar no puedo evitar pensar en los animales. Ellos aprenden de sus errores, es cierto, pero de los nuevos, pues de generación en generación se trasmiten las experiencias esenciales para la supervivencia de la especie. Sin rebeldías, pues a los rebeldes, en la selva, se los come el más grande.
También pienso en las antiguas sociedades, aquellas que tenían concejos de ancianos. Y en otras sociedades, no tan antiguas, que los mantenían como asesores. Y recuerdo el City Bank, en los noventa, que adoptó como política dedicar un viejo empleado a cada joven incorporado, de modo de mantener el nivel formativo sin perder lo invertido.
Ahora bien, nunca nadie pretendió, ni pretendamos nosotros hoy, que la nueva generación comprenda todo esto. Hasta hay muchos de los viejos que aún no lo entienden. Lo que sí debe pretenderse es que le garanticemos a la nueva generación los beneficios de la modernidad, y que su futuro no dependa de la suerte.
Para ello, no debemos negar el pasado, ni permitir que ellos lo nieguen, y debemos, ellos y nosotros, hacernos cargo del presente, y, así, evitar que condenemos al futuro a depender de la suerte.
En otras palabras, traspolando todo esto a la bendita era del conocimiento que hoy atravesamos, al final de un tormentoso proceso evolutivo, los viejos debemos transmitir a los nuevos una correcta valoración del pasado, más la importancia de las elecciones tanto propias como ajenas, y sus consecuencias. Caso contrario, estaremos timbeando su futuro, y el de toda una sociedad.
Norman Robson para Gualeguay21