Un Año Nuevo que ya empezó
El martes pasado, 8 de diciembre, el Papa Francisco dio inicio en Roma al “Año de la Misericordia”. Seguramente pudiste ver algunas imágenes en la televisión, los diarios o las redes sociales.
El momento fue muy emotivo y significativo: abrir la “Puerta de la Misericordia”. Con él estaba el Papa emérito Benedicto XVI, numerosos cardenales, obispos, sacerdotes, diáconos, laicos…
Para todos nosotros “la puerta” no solo es un objeto material que abre o cierra el acceso a un lugar (la casa, la cocina, el baño….). También nos evoca sentimientos y situaciones vitales. Desde el canto de la infancia: “abrir la puerta para ir a jugar”, hasta la que se abre para llamarnos a un examen o una cita laboral. Pensaba también en la expresión “me cerró la puerta en la cara”, como signo de desprecio o ninguneo.
“Abrir la Puerta” para iniciar el Jubileo es un signo muy fuerte. Nos hace referencia a Jesús que nos abre su corazón para recibir a todos, que nos espera no como si fuéramos visitantes molestos e inoportunos, sino como amigos ardientemente aguardados. Y así como se nos muestra el Buen Pastor, también nos llama a ser una Iglesia de puertas abiertas, dispuesta al encuentro y la acogida de todos sus hijos.
Algo muy particular de este Año Jubilar es que esa Puerta no solo estará en Roma, sino que en cada Diócesis también se repetirá el signo. Nosotros tendremos dos lugares. Uno en la Basílica de la Inmaculada Concepción ──abierta solemnemente el martes pasado──, y otro en la Iglesia Catedral San José de Gualeguaychú, que se abrirá esta tarde.
Cruzar ese umbral nos dispone a una experiencia particular. Sabemos que entramos en el Templo como tantas veces lo hicimos. Pero en este tiempo Jubilar se nos invita a cruzar ese límite dando un paso decidido al amor misericordioso de Dios. Por eso no es “la puerta de siempre”, sino que es otra que se destaca de un modo especial. Somos abrazados por el amor que perdona, sana y consuela. Reconocer que somos amados hasta el fin nos compromete a no ser indiferentes al que tanto nos quiere, ni tampoco serlo con otros hermanos nuestros igualmente amados por el Padre.
En la Bula de convocatoria a este Año Jubilar Francisco escribió: “Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona. En la fiesta de la Inmaculada Concepción tendré la alegría de abrir la Puerta Santa. En esta ocasión será una Puerta de la Misericordia, a través de la cual cualquiera que entrará podrá experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza”. (MV 3)
No me digas que no es grandioso experimentar la cercanía de Dios en la vida cotidiana. El Papa nos abre su corazón: “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros”. (MV 5)
Dios nos llama a justos y pecadores a gozar de su misericordia. Nos pide salir del encierro individualista y autorreferencial que nos aburre de tanto “buscar la pelusa en el ombligo” sin importarnos de la suerte de los demás. Nos llama a levantar la cabeza y buscar su mirada que nos llena de paz y de aliento. Nos convoca a ser sensibles a los dramas de tantos hermanos que se encuentran en periferias geográficas y existenciales.
En la predicación del martes 8, Francisco nos presentaba la imagen del Buen Samaritano como el ejemplo a seguir: “Hoy cruzando la Puerta Santa queremos también recordar otra puerta que, hace cincuenta años, los Padres del Concilio Vaticano II abrieron hacia el mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de los escollos que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para retomar con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo…; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio. Un impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El jubileo nos provoca esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la Conclusión del concilio. Cruzar hoy la Puerta Santa nos compromete a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano”.
En una antigua oración a la Virgen María le decimos “vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro, muéstranos a Jesús”. Ella nos acompaña con ternura de Madre y nos lleva de la mano para encontrarnos con su Hijo. Ella nos mira. Su mirada nos da serenidad y esperanza para reconocer que algo nuevo es posible en mi vida, tu vida, nuestras comunidades. Para llegar lejos hay que dar los primeros pasos, que son decisorios porque marcan el horizonte hacia el cual queremos caminar. Salgamos de la comodidad y avancemos hacia los brazos del Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo.
Nos insiste Francisco: “Un Año Santo extraordinario, entonces, para vivir en la vida de cada día la misericordia que desde siempre el Padre dispensa hacia nosotros. En este Jubileo dejémonos sorprender por Dios. Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida”. (MV 25)
Recemos también por las nuevas autoridades nacionales, provinciales y municipales que han asumido la semana que termina. Que juntos podamos construir una Patria de hermanos.
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social