Crónica de un gurí condenado a vivir la indiferencia del Estado primero libre y luego preso
Aunque muchos no lo hayan entendido, la civilización nos enseñó que las sociedades deben ser ordenadas y administradas por un Estado, y éste, para hacerlo, debe estar presente, activo y, más que nada, comprometido. Una historia real y presente de un gurí gualeyo demuestra lo que alcanza a provocar el abandono de un Estado ausente, pasivo e indiferente. Pedrito no pudo acceder a sus derechos, y lo que encontró lo llevó a la carcel, donde la misma ausencia, pasividad e indiferencia lo arrean a la muerte. Eso es propio de la barbarie, no de la civilización.
Pedrito, que no se llama así, es un internado de la Unidad Penal 7. Es un adolescente que tiene un nombre, un apellido y un documento, lo cual lo convierte en uno de esos sujetos de derecho que tanto se llenan la boca los funcionarios ante las cámaras y los micrófonos, pero que, en su intimidad, los prefieren muertos. O, por lo menos, así parece, si vemos cómo proceden. Lo que sí es cierto es que esos derechos no alcanzaron a Pedrito, ni a su familia, y éste quedó indefenso frente a las miserias de la vida. Pero lo peor de todo esto es que a nadie le importó.
Este Pedrito se crió en el Malvinas, uno de esos barrios complicados donde la mala suerte hace de juez y de verdugo, tan injustas las condenas de uno como las penas del otro. Casi como la propia Justicia. Se trata de un territorio liberado dónde el Estado no existe. Su historia es una más de tantas, solo que Pedrito ya está preso, en plena adolescencia. Terminó entre rejas porque se equivocó, pero no por malo. Nadie nace malo, los hacen equivocar la exclusión, la pobreza, la ignorancia, y completa el trabajo la droga. Pero quien debería cuidarlo de todo eso, estando presente, activo y comprometido con él, es el Estado, y éste hace rato que no se interesa por los pedritos de este mundo y solo mira para otro lado.
Pedrito hoy está en la UP7, y lo tiene bien merecido, pero allí tampoco está el Estado para protegerlo, y sigue siendo un sujeto de derecho aún más privado de los suyos. No solo que allí nadie hace nada para ayudarlo a recuperar su vida, sino que lo dejan en las manos de su abstinencia y de las demás secuelas de la droga. Allí lo dejan, otra vez a merced de la mala suerte, mientras los días van demoliendo su espíritu. ¿Acaso no esperan así su muerte?
Pasa que para ese Estado ausente, pasivo e indiferente, la cárcel es un depósito de malos donde se los esconde, y se los deja morir, o salir para volver a entrar, o salir para morir afuera. Qué importa. Ese es el problema, se olvidaron que la cárcel es un espacio de encierro para recuperar y rehabilitar a quienes se equivocan, especialmente, a lo más jóvenes, que todavía no son malos del todo, o irreversibles, o irrecuperables.
Así es que Pedrito, víctima de un combo de epilepsia y abstinencia, está depositado en el penal local, donde sufre su desconcierto sumido en una profunda crisis, la cual, tarde o temprano, le traerá la muerte. Allí es donde Pedrito espera, convulsiona, se corta, se pelea, y se lastima. Medicado sin cumplir sus prescripciones. Todo ante la lamentable ausencia, pasividad e indiferencia del Estado. Tal es así que el pasado puede dar fe del costo de la inestabilidad emocional violenta producto de la droga y la deseducación, pues no fueron pocos los casos de acuchillados, de agorcados, o de degollado ellos mismos.
En otras palabras, en esta barbarie moderna, la cárcel es el lugar donde el Estado licua las vidas buenas que él mismo arruinó e hizo malas, para que nadie se entere de que antes fueron buenas, mientras la supuesta civilización se diluye, también, en la indiferencia.
Norman Robson para Gualeguay21