Cuando una triste noticia es más fuerte que cientos de golpes

La pelea de Victor Emilio Galíndez contra Richie Kates, por el título mundial de peso medio pesado, fue la noche del 22 de mayo de 1976, en Johannesburgo, Sudáfrica. En la misma, ensangrentado entero y casi ciego, el argentino, doce segundos antes de la campana final, derribó al americano por knock out. Una velada tan horrorosa y sangrienta como inolvidable, al grado de que solo quienes lo vieron pueden saber lo que fue. De forma inexplicable, las rodillas del Campeón Mundial nunca tocaron la lona y, así, conservó su corona. Solo cayó después del final, a metros del ring, cuando una noticia fue un gancho directo a su corazón.
Yo, con 14 años, la vi en el Zenith blanco y negro de casa, pero es el periodista especializado Cherquis Bialo quien la ha contado miles de veces. La pelea debería haber terminado de muchas formas, y con ella el reinado de Víctor Emilio. El árbitro la podría haber detenido y las tarjetas hubieran beneficiado al americano. También podría haberlo hecho el médico, y el resultado hubiera sido el mismo. Ni hablar si Tito Lecture hubiese tirado la toalla. Pero nada de todo eso pasó y la pelea, insólitamente, prosiguió. A pesar de la incivilizada golpiza que recibía el argentino, luego de que Kates le partiera la ceja derecha y la sangre que tiñera toda la contienda.
Según Bialo, el referí dijo: “fue accidental, si no sigue peleando pido las tarjetas”; el médico dijo: “la herida es profunda, pero no grave, puede seguir un poco más”; su mánager, Lectoure, dijo: “si paramos nos quitan la corona, no hay más remedio que seguir”; el propio Galindez dijo: “me duele, no veo nada, pero de aquí me bajan muerto”. Con estas frases queda claro el contexto de aquella noche de locura en un ring donde los tres personajes estaban al rojo.
La escena de sangre desparramada por doquier y de un boxeador enceguecido tirando puños a las sombras que apenas veía enfervorecía al público. Ante tanta valentía, locura, fe, o lo que haya sido, la tribuna también enloqueció, y con una tonada casi graciosa, comenzó a alentar: “Vic-tor, Vic-tor”, seguramente, y con acierto, vinculando ese nombre con victoria. El escenario fue dantesco, sobrenatural.
Desde el séptimo round, el milagro argentino, bañado en sangre en la quinta defensa de su título, comprometía al americano, al grado de que lo salvó la campana cuando la cuenta estaba en nueve. Ya hacía rato que no había técnica sobre aquel ring, solo la ingobernable abre pasión de los hombres en pugna lisa y llana. Uno ciego de alma y, de a ratos, de la propia vista. El otro desconcertado. Cosas de campeones. Bialo recordó que por aquel entonces las peleas no eran muy televisadas, el vía satélite no era barato, y esta vez, eran millones los argentinos que miraban al campeón, y el campeón lo sabía.
Tal vez por eso Galíndez nunca especuló, sino que siempre buscó el nocaut. Ni siquiera en el 15º round, cuando todos estarían mirando el reloj. Fue entonces cuando con un golpe ensayado liquidó a Kates. “Un golpe directo de izquierda, de abajo hacia arriba, de largo recorrido con toda la carga del hombro, el apoyo del pie izquierdo, el acompañamiento del torso y totalmente suelto como quien pega levemente contra algo cercano caminando por la calle”, lo describió Bialo. Así le entró al mentón de su contrincante, quien cayó de espadas sobre la lona, desmayado.
Víctor Emilio ya festejaba, sabía que no se levantaría. El estadio explotó de algarabía. Los sudafricanos llevaron al campeón en andas hasta el camarín. Nadie podía creer lo que habían presenciado: una de las más grandes peleas de la historia del boxeo mundial. Pero en el camarín a Galindez lo esperaba el destino, ese que que te asalta por sorpresa con puñetes inesperados.
En la intimidad del vestuario, el campeón y su equipo bajaron los brazos extenuados. Allí no había algarabía, imperaba la angustia, la tristeza, todos sabían que había que darle al campeón la noticia, guardada en estricto secreto por razones obvias. Igual, él sabía que había pasado algo. Mientras lo suturaban, Lecture decidió romper el silencio, aunque a las vueltas. Él insistió. Al final se lo dijeron. Al escuchar la noticia, este gladiador que venía de soportar lo insoportable sin claudicar, rompió en llanto, y por primera vez en la noche, sus rodillas tocaron el suelo.
Esa mañana, en Reno, Nevada, Estados Unidos, habían matado a su idolo, a su mentor, a su apoyo incondicional, a su mejor amigo. Habían asesinado a Ringo Bonavena.
Norman Robson para Gualeguay21