El cuento de la identidad
Los argentinos nacemos y, durante nuestros primeros pasos, inhibidos de pensar, vamos siendo obligados a elegir entre los distintos extremos de nuestra dicotomía folclórica, obteniendo finalmente un formato a partir del cual vamos adoptando diferentes poses según la moda que nos va imponiendo la propaganda de nuestro entorno. Así nos construyen nuestras simpatías, gustos, pasiones y pensamientos. Tan sólida es esta estructura que muy pocos logramos replanteárnosla. Es nuestra sagrada cultura de la dicotomía.
Es como que fabricaron nuestra identidad en una especie de cinta transportadora donde, a diestra y siniestra, los boludos del Supremo Tribunal de Costumbres Argentinas nos rotularon con sellos en la frente según las distintas alternativas, y, al final de la línea, el último boludo nos entregó el carnet correspondiente a la matriz que nos tocó en suerte. Al mismo tiempo, recibimos un ejemplar de los diez mandamientos sobre lo que no podemos hacer, en los que el primero es “no pensarás”. Finalmente, nos entregan el uniforme del color adecuado a nuestra majada y nos mandan al extremo que nos corresponde, cada uno chocho con su supuesta identidad.
A partir de este proceso, el universo argentino se divide entre unas y otras etiquetas. Entre bosteros y gallinas, entre pobres y ricos, entre arjonistas y sabinistas, entre creyentes y ateos, entre machistas y feministas, entre públicos y privados, entre abortistas y antiabortistas, entre messistas y maradonistas, entre evasores y blanquistas, entre legales y corruptos, todos con una importante dosis de fundamentalismos. Y, en el medio, el odio, el enfrentamiento. Sentimientos tan profundos que hacen olvidar el estúpido origen sin sentido de la división extremista.
En otras palabras, en esta Argentina nuestra, cada producto, pasión o idea justifica un ismo que coloca a cada uno a uno u otro extremo, justificados por la identidad, e ignorantes de las razones o causas que allí los ubicaron. Por ejemplo, así unos apuntan contra los fachos sin la menor idea del significado, otros defienden o atacan el aborto sin ponderar las situaciones, algunos critican jugadores por su camiseta y no por sus dones, sobran los que son de derecha o de izquierda olvidando que eso ya no tiene nada que ver con la práctica política, y nunca faltan los que defienden su cuerpo engendrado despreciando el cuerpo que lo engendró.
De este modo se distribuye hoy nuestro universo, con unos y otros, por h o por b, aferrados a nuestro carnet de identidad, parados a cada extremo de la grieta, pero sin habernos cuestionado nunca, en profundidad y con honestidad, nuestras simpatías, gustos, pasiones o pensamientos. Nuestra pertenencia a determinados grupos de identidad es obsesiva, fanática. Nadie quiere ser la oveja negra y gorda de su majada, esa que no le gusta el dulce de leche, y todos lo comen porque es parte de su identidad.
Nadie desafía lo prestablecido, ni se atreve a cuestionar el dulce de leche, ni, mucho menos, se pregunta si realmente le gusta. Nadie “pierde tiempo” en catar distintos dulces concentrándose en el sabor, en el placer que le causan, y en las sensaciones paralelas que le provocan. Pareciera que tenemos miedo a descubrir la verdad, esa que nos revelaría que nos colocaron en los extremos de algo inexistente. Entonces, preferimos estar equivocados, enconados entre nosotros, pero seguros en nuestra equivocación.
Así somos con nuestras simpatías, como las que sentimos por otros seres; con nuestros gustos, como el arte, o el turismo, o cualquier comida; con nuestras pasiones, como en el deporte o en otras expresiones; y con nuestras ideas, como las que profesamos políticamente. Y somos incapaces de darnos cuenta que no se trata de la rigidez amigo o enemigo. No es River o Boca, sino que es el fútbol; que no es aborto o no aborto, sino que es el problema; que no es izquierda o derecha, sino que es lo justo o necesario.
En este sistema dicotómico nadie parece darse cuenta, y aceptar, que la identidad es un producto de la libertad, que las simpatías, gustos, pasiones o pensamientos son actos de libertad. De libre elección entre distintas alternativas, las cuales se deben conocer bien para elegir bien. Pero nos convencieron de que tenemos identidad, y estamos felices. Nos enfrentaron entre unos y otros en honor a esa identidad, y nos sentimos grosos. No nos damos cuenta que nos dominan gracias a ese enfrentamiento. “A río revuelto ganancia de pescador”, y “divide y reinarás”, dicen, y no se equivocan.
Todo esto, en política, se vuelve particularmente curioso, e impacta negativamente en nuestro desarrollo. A todo lo pintamos con un color político, todo es zurdo o derecho, facho o populista, peronista o radical, como si las necesidades humanas, esas que la política debe resolver, fueran diferentes en uno u otro extremo. Hoy, el mundo ya eligió a la república, a la democracia y al capitalismo porque vio que la anarquía, el totalitarismo y el comunismo no pudieron resolverle sus problemas. Los otros tampoco, pero la competencia y el mérito alientan y alimentan al ser humano.
Hoy es tiempo de comenzar a cuestionar esta dicotomía que tanto mal nos hace, a erradicar las etiquetas, y a abandonar las poses, para, así, ir encontrando posiciones coherentes con la realidad, sin extremismos, y, a la vez, empezar a despolitizar lo cotidiano, que nada tiene que ver con las ideologías. ¿O, acaso, el arte del fútbol cambia según el color de la camiseta, o, acaso, la solución a la pobreza, el hambre y la postergación cambia según la ideología, o, acaso, la justicia debe ser diferente según el género…?
Solo así acabaremos con el cuento de la identidad y, libres de preconceptos, cada uno formará la suya propia, que lo distinguirá entre todas las majadas.
Norman