La Iglesia. Una familia de santos y pecadores
La semana pasada evocábamos al Siervo de Dios, Cardenal Eduardo Francisco Pironio. Ayer celebramos la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes. La Virgen María y los santos son quienes se destacaron por vivir a pleno el Evangelio.
San Pablo nos enseña que Dios Padre nos ha bendecido en Cristo “y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef. 1,4). En la Iglesia todos estamos llamados a ser santos. Dios nos da para eso la fuerza del Espíritu Santo, pero, hace falta también la respuesta generosa y libre de cada uno. No es una santidad obligada o a la fuerza. Sabemos que en muchos cristianos la vida dista mucho de la enseñanza de Jesús.
El documento de Aparecida dice que: “La vocación al discipulado misionero es convocación a la comunión en su Iglesia. No hay discipulado sin comunión. Ante la tentación, muy presente en la cultura actual, de ser cristianos sin Iglesia y las nuevas búsquedas espirituales individualistas, afirmamos que la fe en Jesucristo nos llegó a través de la comunidad eclesial y ella “nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia Católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión”.
Esto significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta, en la que podamos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los Apóstoles y con el Papa”. (DA 156)
Cuando el documento de Aparecida habla de una “comunidad concreta”, quiere decir que no es “ideal” o “imaginaria”, y que tiene entonces las grandezas y mediocridades de las personas concretas que la integran. Pero congregadas por la fuerza del Espíritu Santo, que alimenta y sostiene la comunión.
A veces el pecado y las incoherencias de miembros de la Iglesia —catequistas, sacerdotes, consagrados, obispos, laicos en general— pueden ser un obstáculo para la fe de algunos hermanos. Alguno incluso puede llegar a pensar que Cristo no está en la Iglesia. Un conocido obispo de Brasil, fallecido en 1999, Dom Helder Cámara, escribió: “¿Opinas entonces que las debilidades de la Iglesia llevarán a Cristo a abandonarla? Dejar a la Iglesia sería como dejar el propio cuerpo”.
El pecado, la falta de testimonio son un dolor grande, que nos muestra que necesitamos conversión. Por eso cada año tenemos tiempos especiales para revisar la vida a la luz de la Palabra de Dios. Pronto comenzaremos la Cuaresma. No desoigamos la voz de Dios que llama al arrepentimiento y a crecer en amistad con Él y los hermanos.
A la vez, cada comunidad se vincula con otras en la misma diócesis y con las Iglesias de todos los continentes. Vivida así, la fe nos pone en vinculación con otros hermanos de todo el mundo. ¡Qué bueno es sabernos parte de un mismo pueblo, peregrino tras una misma esperanza!
A veces escucho decir “yo rezo en mi casa, no me hace falta ir a la Iglesia”. O también: “a mí me gusta ir al Templo cuando no hay nadie”. Las dos cosas son buenas, pero incompletas. Rezar en la intimidad del hogar alimenta la fe y también visitar a Jesús en el Templo a solas. Pero hace falta completar la experiencia de la fe rezando con los demás, especialmente en la eucaristía de los domingos.
Una vez un joven me dijo: “Yo prefiero ir a ayudar a los pobres a una villa, antes que ir a misa”. Y yo le pregunté cuántos domingos al año iba a la villa, y me dijo que muy de vez en cuando. En realidad, la eucaristía nos mueve al compromiso por un mundo más justo y solidario. De ninguna manera nos aisla de los problemas de los demás, nos impulsa y nos da fuerza para estar cerca de nuestros hermanos. “Todo camino integral de santificación implica un compromiso por el bien común social (…). Nunca hemos de disociar la santificación del cumplimiento de los compromisos sociales. Estamos llamados a una felicidad que no se alcanza en esta vida. Pero no podemos ser peregrinos al cielo si vivimos como fugitivos de la ciudad terrena.” (Nma 74).
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social