Si de leones se trata, la historia del León de Judah cuenta lo suyo
En estos tiempos leoninos en que se reivindica la figura del león, vale repasar la historia de aquel León de Judah, inspiración del último emperador africano. Haile Selassie fue emperador de Etiopía desde 1930 hasta 1974 y, en esos 44 años, el Negus Negus (Rey de Reyes), o León de Judah, logró revertir siglos de decadencia e iniciar un proceso que coloque al cuerno de África dentro del concierto mundial de naciones. Una historia de aspiraciones de excelencia que aquel pueblo no supo aprovechar y terminó en frustración. Una historia que, aunque salvando las distancias en tiempo, espacio y cultura, puede servirle de ejemplo a la sociedad moderna argentina.
A principios del 1900, antes de que Tafari fuera poderoso, Etiopía era un imperio efervescente por los múltiples enfrentamientos entre castas trivales, cada una bien diferenciada e identificada por sus cultos y costumbres. Tal es así que estudios han demostrado la existencia conviviendo en la vieja Abisinia de más de 60 idiomas y unos 200 dialectos. Cada uno de estos feudos pujaba por beneficios reales y cultivaba intereses contrapuestos con otros y con el imperio.
En ese contexto, el 23 de julio de 1892, nació Tafari Makonnnen, hijo de un consejero del emperador Menelik II. En ese ambiente se formó en las artes políticas del imperio, y a sus 19 años ya contaba con la confianza del emperador, vínculo que consolidó al casarse con Wayzaro Menen, una bisnieta de Menelik I. A partir de entonces, a sus 24 años ya gobernaba junto a la emperatriz Zewditu, y a los 38 fue elegido emperador.
Tafari, al ser proclamado emperador adoptó el nombre de Haile Selassie, “el poder de la trinidad”, y sus principales objetivos eran neutralizar las históricas luchas tribales, derrotar al colonialismo, y llevar esa extraordinaria cultura afrocristiana a ser lo que merecía ser. Los festejos duraron varios días, y para el agasajo oficial en el que se recibió a dignatarios de todo el mundo, se sacrificaron cinco mil cabezas vacunas.
Desde el principio de su gobierno, conocido su interés por unificar la nación detrás de un objetivo de grandeza, y molestos por su creciente poder, Haile Selassie sufrió todo tipo de ataques de los múltiples feudos y castas. El recelo crecía entre los mandamases arussis, amaras, tigres, oromos, gurages, y demás tribus, pero el pueblo lo adoraba cada vez más. Querían lo que él quería: unión y paz.
Ya por entonces, políticos y periodistas de todo el mundo eran conquistados por el carisma de este monarca negro y chiquito, pero enormemente sabio y cada vez más poderoso. Él mismo se identificó con el León de Judah, símbolo de aquella tribu que tiene su referente en el Génesis de la Biblia. Se percibía descendiente de David, segundo monarca del reino unido de Judah e Israel. A la vez, el león, como el rey de los animales, se identificaba con la fuerza, la dignidad, la victoria, la lucha perpetua, y la indiscutible virilidad.
El propio Haile Selassie, desde su palacio en Addis Abeba, alimentaba aquella imagen seductora, al extremo de criarlos leones junto a él y repartir entre sus pares de otras naciones ejemplares de su cría. Así lo hizo con el rey Jorge V de Inglaterra. Pero también se identificó con el rey de la selva desde el principio de su gestion política. Ya de entrada, era tal su osadía y el desafío para las castas de entonces, que lo primero que hizo fue imponer leyes que limitaron el poder de la nobleza feudal.
Luego de eso, promulgó la primera constitución de Etiopía e inició el proceso para convertirla en una democracia parlamentaria una vez que él terminará su reinado. Mientras tanto, él sería el garante de esa democracia ejerciendo un poder totalmente centralizado. En síntesis, le sacó el poder a la casta para concentrarlo, momentáneamente, en sus manos.
A lo largo de su imperio, Haile Selassie era visto por el mundo como un libertador de la raza negra, un mundo que lo recibió gustoso cuando debió huir de su país, en 1936, porque fue invadido por las tropas italianas de Mussolini. Desde Londres, tradujo ese encanto en apoyo contra el Duce, mientras la prensa lo hacía tapa de la prestigiosa revista Time y lo reconocía como el Hombre del Año. Gracias a todo esa simpatía internacional, en 1941, en plena II Guerra Mundial, el ejército británico expulsó a Mussolini de Etiopía y él recuperó su imperio. A su regreso, después de 5 años de exilio, el pueblo lo recibió como un héroe nacional.
Al volver su compromiso seguía siendo el mismo: modernizar su país contra la resistencia de las poderosas castas, las cuales no estaban dispuestas a desprenderse de sus privilegios. Occidente ayudó a Etiopia a desarrollarse, y así creó un banco central, una nueva moneda, una aerolínea nacional. En ese marco, también instrumentó un parlamento elegido por sufragio universal, abolió la esclavitud, e ingresó a Etiopía en la Organización de las Naciones Unidas.
Pero nada de todo eso pareció satisfacer a las castas y los feudos, quienes, viendo blindado al emperador por occidente, buscaron apoyo en el oriente comunista: En la China de Mao. De ese modo, y a pesar de todo, el proceso resultó lento para el pueblo, y la oposición supo aprovechar eso para coptar espacios de poder y gestar el ya inevitable final.
Eso ya se había observado en 1960, cuando varios generales de la guardia imperial perpetraron un golpe de Estado aprovechando que el emperador estaba en viaje oficial por Brasil. Aquel fue neutralizado, pero el León de Judah ya no era el mismo. En esa debilidad, en 1974, Etiopía sufrió una sequía que dejó varios miles de muertos, lo cual facilitó un nuevo golpe, pero ésta vez más y mejor armado, y tuvo éxito.
Aquella madrugada del 12 de septiembre, los militares entraron en el palacio imperial, arrestaron a Haile Selassie, y lo encerraron en el mismo palacio. Durante toda la noche anterior, desde nuestras camas escuchamos bombas y tiros. A la hora del desayuno, una comisión militar ingresó al salón donde estábamos desayunando para darnos la noticia de que el León de Judah había sido derrocado y preso, y que sus fieles cortesanos habían sido fusilados frente a una fosa común. Muchos de ellos eran padres de quienes allí desayunábamos, quienes así supieron que habían perdido a sus papás. Otros pudieron huir al extranjero, algunos en el mismo avión en que mi familia y yo abandonamos Etiopía en marzo de 1975.
De ese modo se puso fin a una dinastía milenaria, cuyo origen se remonta a los amoríos de Balkis, la Reina de Saba, y el sabio rey Salomón, hijo de David, a la vez que se cercenó un proceso que ya había logrado dejar atrás 700 años de régimen feudal y que pretendía ser un país con futuro.
Tafari, o Haile Selassie, murió el 27 de agosto de 1975, por supuestos problemas de salud, aunque las sospechas sobre su asesinato nunca desaparecieron. Primero tiraron su cuerpo en las letrinas del palacio, pero recién en 1992 sus restos fueron trasladados a la iglesia de Ba’ata Mariam Geda, y, en el 2000, se cumplió su voluntad de descansar en la Catedral de la Trinidad junto a su esposa, la emperatriz Menen, fallecida en 1962.
Su ejemplar historia aún puede enseñarnos mucho, así como también su legado en pensamientos. Una de sus frases más recordadas, aunque expresada mucho antes de su caída, resulta premonitoria. “A lo largo de la historia, han sido la inacción, la indiferencia y el silencio los que han hecho posible que el mal triunfe”, dijo entonces, como sinya hubiese sabido que el mal lo iba a derrocar. Ese legado me ha acompañado desde entonces, y, conforme fui creciendo, se me hace cada vez más vigente ante la realidad sociopolítica de mi sociedad.
Así es que frente al imperio de la inacción, la indiferencia y el silencio que siempre favorece el mal y condena a las futuras generaciones a la opresión, aquello me recuerda que solo con acción, compromiso y mucho ruido se puede sacar a una sociedad de la profundidad de sus miserias.
Norman Robson para Gualeguay21