De masacres y libertad de prensa
Llegamos al colegio y ya había comenzado el alboroto. A pocas cuadras había ocurrido una masacre de curas. Con los años, gracias al libro de un periodista, me enteraría que habían sido los militares. Pero al escritor lo condenaron por calumniar e injuriar al juez que encubrió el crimen.
Era la madrugada del 4 de julio de 1976. Un grupo armado entró a la Iglesia San Patricio, en Belgrano, y asesinó a tres sacerdotes y dos seminaristas palotinos. Antes de dejar el templo escribieron en la alfombra: “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son M.S.T.M.”, refiriéndose con esas siglas a los curas tercermundistas. Eran tiempos oscuros.
La colectividad católica irlandesa de Buenos Aires quedó horrorizada por la violencia del hecho, y todos fuimos al multitudinario velorio. Imposible olvidar aquel silencioso desfile de gente frente a los cinco ataúdes.
Trece años después, en 1989, en La masacre de San Patricio, el periodista argentino Eduardo Kímel abordó estos asesinatos desnudando la actuación de quienes debieron haber investigado, especialmente el juez Guillermo Rivarola.
“El juez Rivarola realizó todos los trámites inherentes. Acopió los partes policiales con las primeras informaciones, solicitó y obtuvo las pericias forenses y las balísticas. Hizo comparecer a una buena parte de las personas que podían aportar datos para el esclarecimiento”, contó Kimel en su libro, pero agregó: “Sin embargo, la lectura de las fojas judiciales conduce a una primera pregunta: ¿se quería realmente llegar a una pista que condujera a los victimarios?”.
“En el caso de los palotinos, el juez Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta…”, denunció, y fue más allá: “La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”.
Estas palabras le costaron a Kimel, en 1995, un año de prisión en suspenso y 20 mil dólares de indemnización al juez mencionado, pero, un año después, una Cámara de Apelaciones revocó la condena contra Kímel, entendiendo que, en democracia, no puede concebirse un periodismo dedicado a la tarea automática de informar sin opinar, y que quienes ejercen una función pública deben estar expuestos a la crítica.
Pero la cosa no quedó ahí, y, en 1998, la Corte Suprema de Justicia, en defensa de la corporación judicial, revocó aquella decisión y ordenó un nuevo fallo, el cual, en 1999, condenó a Kimel por su “ácida crítica genérica a quienes como jueces integraban en ese entonces el Poder Judicial”.
Consciente de los detalles de aquel horrendo crimen, y frente a la conducta de la Justicia, ya en tiempos de democracia, Kimel se lamentó: “Mientras los asesinos siguen en libertad y los policías que encubrieron el caso también, el único procesado y condenado por la Justicia es el autor del libro que relata el episodio”.
Kímel llevó el caso hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cuál, en mayo de 2008, resolvió a su favor y sentó un trascendental precedente para la libertad de prensa.
Esa Corte le exigió al Estado argentino anular los efectos de la sentencia, reformar la legislación de entonces sobre calumnias, y efectuar un acto público de reconocimiento de su responsabilidad en un plazo de seis meses.
Gracias a esto, en 2009, los delitos de calumnias e injurias fueron reformados en el año 2009, quedando expresamente excluidos en casos de expresiones sobre asuntos de interés público. Esa normativa se hizo conocida la Ley Kimel.
De este modo, en noviembre de aquel año, la Ley 26.551 determinó que el artículo 109 del Código Penal de la Nación disponga que, “en ningún caso, configurarán delito de calumnia las expresiones referidas a asuntos de interés público o las que no sean asertivas”.
Aquel horroroso día del 76, el padre Favre dijo frente a las miles de personas que llenaban calle Estomba: “No puede haber voces discordantes en la reprobación de estos hechos. Tenemos necesidad de buscar más que nunca la justicia, la verdad y el amor para ponerlas al servicio de la paz”. No se si Kimel lo escuchó, pero cumplió con aquel ruego.
Yo tenía solo 14 años. Caminé por Juramento sin entender todavía aquello de la muerte, ni aquello de la justicia, ni lo de la verdad. Solo pude entenderlo gracias a tipos como Kimel, quien no se rindió ante la mentira, y nos allanó el camino a quienes aceptamos el desafío de iluminar la oscuridad a pesar de las corporaciones y las mafias.
Norman Robson para Gualeguay21