El silencio de los culpables
Según reza el sabio proverbio, aquel que calla, otorga. Nada tan cierto resulta de observar nuestra historia inmediata, donde siempre imperó el cómodo silencio por sobre cualquier valiente compromiso. Ese es el silencio de los verdaderos culpables de nuestra realidad presente.
Tal es nuestra historia de silencios que, desde aquellos patriotas de 1810, son pocos los atrevidos que rompieron con la media de egoísmo y mezquindad que nos caracteriza. Muy pocos fueron los que, por ideales, simpáticos o no, se jugaron a gritar y a acompañar su grito con acción. Facón Grande y su gente, los muchachos del Grito de Alcorta, Perón y Evita, Rodolfo Walsh y algunos pocos camaradas, y paremos de contar.
O sea, primaron en nuestra historia demasiados ejemplos de individualismo, comodismo y facilismo. Atributos estos que parecen haber evolucionado y haberse perfeccionado conforme pasaron las décadas, al punto de que hoy todo se ha pervertido y el mal ya está naturalizado.
Tan es así que uno de los territorios de mayor potencial socioeconómico del mundo fue despilfarrado por sus sucesivas administraciones, condenándonos a sus ciudadanos a la eterna postergación, donde cada vez es mayor la diferencia entre la clase gobernante y sus representados, su pueblo.
“Hagan lío”, les dijo Pancho I a los jóvenes del mundo, y todos los mayores se rieron del pobre viejo. No entendieron que el nuevo jefe del rebaño pedía a las nuevas generaciones romper el silencio.
Claro está que el “establishment” de las corpos no movió, ni moverá nunca, un dedo para cambiar esta realidad, sino que, muy por el contrario, abogará por su perpetuación.
Esta clase dirigente pretenderá siempre perpetuarse en el poder, como los gordos sindicalistas eternizados por el silencio de sus afiliados, o como los viejos políticos setentistas, o como los jueces, todos vitalicios y atornillados a sus sillones.
Toda esta casta nefasta es la que ha patrocinado, en su provecho, el caos moral y cultural que hoy nos toca en suerte, y ha impuesto la cultura escepticista que nos llevó a desmerecer el bien y naturalizar el mal. Pero esto no fue casual, sino que contó con el silencio permisivo de todo un pueblo, de todos nosotros. Un pueblo culpable de callar, de consentir, de otorgar, por cómodo, por haragán, por necio, y un silencio adictivo, casi instintivo, adoptado e incorporado a nuestras costumbres.
Hoy hay un solo remedio para este flagelo cultural enquistado en nuestra sociedad: la participación popular masiva e intensa, pacífica pero armada de mucha valentía, que rompa definitivamente el silencio y comience a imponer cada cosa en el lugar que corresponde.
Solo de este modo podremos iluminar, ordenar y, finalmente, pacificar el escenario. Solo con la presencia activa del pueblo lograremos erradicar la injusticia heredada y restaurar un marco de equilibrio social y cultural capaz de promover el progreso de los argentinos.
Ahora bien, primero lo primero. Para toda cura, antes debe primar la consciencia, así que, como primera medida, debemos reconocer la génesis de este problema y, luego, hacernos cargo para encarar las correcciones.
Caso contrario, inevitablemente, seguiremos condenados al oscuro y violento desorden de siempre.
Esta es la encrucijada que enfrentamos. Acá, hoy, debemos decidir entre el camino del silencio o aquel del grito. Debemos elegir entre seguir en nuestra zona de confort facilitando el imperio de los malos en detrimento del futuro de nuestros hijos, o bien darle un golpe de timón a nuestra cultura desnudando sobre la mesa nuestros vicios y miserias para corregirlos de una buena vez.
En otras palabras, sigamos sumergidos en el callado lamento de la postergación, o salgamos a hacer lio para romper con este silencio que nos hace tan culpables.
Norman Robson para Gualeguay21