19 septiembre, 2024 6:14 pm
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Maggie, apenas una gran mujer como tantas

Eso de que el país fue forjado por hombres es una gran falacia. Nosotros solo escribimos la historia, y, por eso, somos los grandes protagonistas. Por eso me gusta eso de que “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”, y me gusta parafrasearlo diciendo que detrás de toda gran historia hay grandes mujeres. Así lo testimonia la historia de Margaret Flaherty, mi tatarabuela, una de las tantas grandes mujeres anónimas que construyeron esta nación.

El navío se veía realmente enorme desde la vieja dársena del puerto de Liverpool. Era el Fame. Las velas de sus enormes mástiles estaban arrolladas, ansiando el momento de partir. Abajo, por un lado, el gentío, unos que partían y otros que los despedían, mientras que, por el otro, el capitán, parado sobre una estiba de bolsas, ordenaba la carga de los viveres: muchos frigoles, algo de tasajo y toneles de agua dulce. Era julio de 1848.

Entre la gente, Maggie aguardaba ansiosa. Talle medio, cutis blanco, y una cabellera crespa y rojiza que enmarcaba sus facciones netamente irlandesas. Vestido largo, de colores crema y rosado, y un saquito liviano al tono sobre la acostumbrada enagua era suficiente para ese verano. Igual cargaba su capa negra en uno de sus brazos. Hasta ahí una típica emigrante de las Midlands del Eyre. Pero quien enfrentara su mirada rápidamente descubriría que se trataba de alguien especial.

La joven, a pesar de sus 22 años, era toda una mujer que, si tenía miedos, los disimulaba muy bien. Tan desenvuelta como desidida, no dejaba dudas sobre que sabía lo que quería. Maggie había llegado, junto con otros, la noche anterior, en una barcaza, desde Dublin, a donde había llegado en carro desde una aldea en la zona de Westmeath, todos huyendo de la Gran Hambruna, por la roya de la papa. Pero Maggie tenía otro motivo, mucho más fuerte: el amor.

Y allí estaba ella parada, sola, con su gran valija, la cual a nadie permitía cargar. Allí se estiraba hasta quedar en puntas de pie para ver si venían unos conocidos. Instintivamente, cada vez que se erguía, llevaba su mano derecha al pecho. No por alguna dolencia, sino porque entre los breteles de su corpiño atesoraba la carta de John diciéndole que estaba todo listo para que ella lo alcanzara en Lobos, Provincia de Buenos Aires, Argentina. El había partido dos años antes.

De repente, en una de esas veces que oteaba entre la multitud, vio a los Lawler, familiares de su amado que también emigraban a la Argentina, y comenzó a dar pequeños saltos, agitando su pañuelo rosado con broderie. Su sonrisa, en ese momento, contrastó con la circunspecta presencia que acostumbraba. Luego de los formales saludos, acomodaron sus pertenencias en el piso, rodeada por ellos. Mientras tanto, el capitán había detenido sus órdenes para saludar a un elegante señor mayor. Maggie después sabría que se trataba del Almirante Guillermo Brown.

A la ronda, al rato, se sumaron unos Dillon, conocidos de las Midlands. Por unos minutos compartieron espectativas y ansiedades, hasta que los sorprendió el silvato que anunciaba que era hora de abordar. Primero, los de segunda clase. Luego ascendería la primera clase, que viajaba en camarotes. Al tomar consciencia del momento, Maggie llevó instantáneamente su mano al pecho, sonrió, y elevó su mirada al cielo. Las mujeres por delante, cargando sus pertenencias con una mano, y, con la otra, recogiendo su falda, subieron al Fame.

Una vez arriba, la tripulación orientó a los pasajeros para descender a la suerte de barraca, con literas de medio metro sin colchón, y excusado público, dónde vivirían los seis meses que duraba el viaje. Rápidamente, el grupo se ubicó en un espacio y tomó posesión de las literas poniendo sobre ellas sus pertenencias. Ella soñaba con ver como se desplegaban las velas y el navío ponía proa a occidente, pero no pudo. A lo largo de los 180 días que duró la travesía, apenas unas pocas veces pudieron subir a cubierta.

La experiencia de Maggie, sola, a bordo del Fame, demuestra la personalidad forjada de la joven, un atributo que le permitiría sobrevivir los desafíos que le esperaban en La Noria, la estancia donde estaba John. Aquellos días en la bodega del Fame, comiendo poco y salteado, y debiendo ir al baño apenas preservando su intimidad, y aquellas noches en que estaba obligada a dormir con un ojo abierto, templaron aún más su carácter.

De ese modo, el Fame abandonó el Mar del Norte, para recalar en el puerto de Santos, en Brasil, primero, y, después, en el de Buenos Aires, en la Argentina. Era sabido que no todos llegaban vivos a destino, ya que un promedio de cinco de cada cien quedaban en el camino, principalmente por el tifus, pero a ella eso no la desvelaba, a ella la esperaba su amado John.

En enero de 1849, el Fame ancló frente a Buenos Aires, y Maggie, con las pertenencias que le quedaban, desembarcó en un bote de remos que la trajo hasta tierra firme. Una vez en puerto, su primer contacto confiable fue el Padre Fahy, un sacerdote irlandés que se ocupaba de recibir a los emigrantes irlandeses y los ayudaba a conseguir trabajo, a encontrarse con familiares que habían llegado antes, y, si eran jovencitas, hasta les conseguía novio.

Así fue que le ofreció a Maggie presentarle un muy buen muchacho irlandés, con un buen trabajo, y de muy buena posición, pero ella, muy cortesmente, le dijo que ella había venido a encontrarse con su novio John. Tiempo después, en 1951, luego de trabajar en Buenos Aires como institutriz con una familia aristocrática, Maggie y John se casaron en la iglesia San Ignacio, y se fueron a vivir a la estancia La Noria, en Lobos. John Lawler tenía 27 años y Margaret Flaherty apenas 25.

Al igual que John y Maggie, entre 1830 y 1870, miles y miles de jóvenes irlandeses vinieron a la Argentina, y más de la mitad de ellos eran del condado de Westmeath. Estos eran bien recibidos por su destreza como ovejeros, ya que la producción ovina se encontraba en expansión en la pampa gracias a que los indios no las robaban.

En La Noria vivían en una casa de adobe y techo de paja, y, allí, entre 1852 a 1868, tuvieron 6 hijos: Patrick, Julian, James, Mary, Margaret y Simon. Mientras John se ocupaba de la producción de una importante majada, de más de mil cabezas, Maggie se ocupaba de los niños y los quehaceres de la casa. Cada tanto viajaban en sulky hasta el pueblo, Zapiola, a comprar mercaderías o a cobrar alguna cuenta.

Cuentan que una noche en que John había viajado a vender lana, y Maggie estaba sola con los chicos, unos ladrones se llegaron hasta la casa. Como encontraron todo fuertemente cerrado por Maggie, comenzaron a hacer un boquete en la pared de barro. Adentro, muertos de miedo, Maggie abrazaba a sus hijos mientras los esperaba empuñando una horquilla.

Cuando pudieron abrir el hueco y quisieron entrar, Maggie colocó sus hijos detrás de ella y los repelió a horquillazos. Aunque lastimados, los ladrones lograron entrar igual, y dieron vuelta la casa en busca de un dinero que nunca encontraron. Estaba escondido en un viejo sombrero.

Años después, Maggie reconoció a uno de los ladrones trabajando de peón en la propia estancia. Al reconocerlo, éste le dijo: “Buenos días, Doña Margarita”. Ella nunca lo delató, temiendo que eso terminara en una innecesaria tragedia, y John nunca supo de eso. Por entonces, en aquella zona de Lobos, y en el pueblo de Zapiola, los Lawler ya eran bien conocidos, y Maggie ya se había convertido en Doña Margarita.

Lamentablemente, en 1871, John enfermó y falleció, dejando sola a la mujer con los chicos, quienes tenían entre 3 y 19 años. Pero eso no fue impedimento para que Doña Margarita tomara las riendas del negocio ovino y siguiera adelante. Para ello, el prestigio ganado por la familia Lawler en la zona fue importante, no solo por su honestidad, sino, también, por su solidaridad y sociabilidad.

Testigo de aquellos tiempos fue Edward Enright, quien había llegado solo de Inglaterra, y aparecido en La Noria, allá por 1875, buscando trabajo. El joven tenía 19 años y sus apariencias y modos conformaron a Doña Margarita, quien lo invitó a manejar a medias un rebaño de 1400 ovejas. Por la edad, no tardó en hacerse muy amigo de los chicos, y, si bien trabajó allí solo cuatro años, desde entonces siempre volvió de visita a la estancia, y consideró a Doña Margarita su madre sudamericana.

En sus memorias, publicadas en 1917, Don Edward recuerda a los Lawler en general y a Doña Margarita en particular. Cuenta que durante la terrible epidemia de cólera, en 1867, un joven inmigrante que vivía en La Noria y enseñaba inglés en la zona, fue hasta otro campo a dictar sus clases y se encontró a los niños solos y desconsolados, ya que sus padres habían muerto por el cólera.

Frente a esto, se llevó a los niños a La Noria, donde los aisló en cuarentena, y volvió para enterrar a los demás. Al cumplirse el aislamiento, y no manifestar síntomas, los niños pasaron a vivir a la casa principal de los Lawler, donde vivieron por un tiempo. A esa epidemia de cólera le siguieron las epidemias de fiebre amarilla de 1871 y 1886, donde la solidaridad de Doña Margarita siempre estuvo presente.

Don Edward también contó que todos los domingos, y cualquier fecha especial, en La Noria había baile y clima de fiesta, y allí se encontraba toda la colectividad irlandesa de la región. En estas fiestas, en las que se carneaban ovejas y nunca faltaban los puddings, Doña Margarita era la gran anfitriona, y era muy apreciada por todos. Entre las fechas especiales se destacaba el día del santo patrono de Irlanda, San Patricio, el 17 de marzo.

Finalmente, en 1920, con 94 años, y ya sola en La Noria, Doña Margarita emprende su último viaje al reencuentro con su único amor: John. Por entonces, todos sus hijos varones ya habían fallecido, incluso uno de sus yernos, Joseph Ronan, marido de Mary, quien, con 4 hijos de entre 11 y 18 años, y acosada por las deudas, debió vender el campo y mudarse a Caballito, Buenos Aires.

Instalados en la capital, Mary y los chicos frecuentaron el recién fundado Club Ferrocarril Oeste, donde se hicieron amigos con la familia de Edward Robson y Mary Lennon. En ese contexto, una de las hijas de Mary, y nieta de Doña Margarita, otra Margarita, pero Ronan, y Bertie, uno de los Robson, compartían la vida del club, y viajaban juntos en el subte A, cada uno a su trabajo, ella a Leng, Roberts & co. y él a Price Waterhouse. Así se enamoraron y, en 1928, se casaron, y tuvieron 6 hijos, de los cuales el segundo fue mi padre, Norman Alberto.

En este Día Internacional de la Mujer dedico mi homenaje a Maggie, luego Doña Margarita, apenas una gran mujer como tantas otras de una casta anónima que no necesitó derechos para forjar esta Patria. Una mujer que, sin política de protección alguna, dio media vuelta al mundo en condiciones infrahumanas detrás de su amor, repelió ladrones a horquillazos, fue siempre solidaria en tiempos del cólera y la fiebre amarilla, sobrevivió a su marido casi medio siglo haciéndose cargo de los negocios sola, y sola enterró a cuatro de sus hijos, sin nunca perder su gracia de honrar la vida.

Maggie, Doña Margarita, un ejemplo de valores hoy difícil de imitar.

Norman Robson para Gualeguay21

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