Un héroe que desconocemos
La estepa isleña ya había perdido su virginidad en aquel junio de 1982. Aquellas pacíficas colinas de escasa vegetación, habitadas por gordas majadas, se habían convertido, de un día para el otro, en un frío infierno. Allí un gurí de campo se hizo héroe.
El escenario era de ensordecedoras detonaciones, humo, sangre, gritos. Verdes oscuros sobre el verde claro bajo el celeste cielo austral. Voces diametralmente diferentes, pero el mismo dejo de horror a un lado y al otro. Era el monte Two Sisters, el que nunca llegó a llamarse Dos Hermanas.
Lejos y olvidado había quedado el puesto de la estancia donde se crio. Lejos quedó el cajón del jovencito lustrabotas de la plaza de Mercedes. Esas ya eran cosas de otro mundo, aquel mundo ajeno a la violencia de esa guerra.
En la vorágine del terror, en las tinieblas del fuego contra fuego y el olor a pólvora, el escenario se enmudeció y comenzó a transcurrir en cámara lenta. Los comandos ingleses, apoyados por bombardeo naval, avanzaban sobre el modesto aguante argentino.
El Oscar estaba en una altura del Two Sisters, pertrechado y camuflado con su ametralladora, una FN MAG. El responsable de su pelotón, el subteniente Aldo Eugenio Franco, insistía en ordenarle la retirada. Las tropas inglesas estaban a doscientos metros comprometiendo ya la posición argentina defendida por el Regimiento de Infantería Mecanizado Nro. 6. Era como una escalofriante película muda de terror.
Tal vez cansado de la injusticia del espanto, y seguramente enojado por la muerte de un colimba amigo, el Oscar de afirmó sobre su arma y desoyó las órdenes. Tenía municiones suficientes para darles a sus compañeros el tiempo necesario para una retirada segura.
Así fue que, durante diez horas, el Oscar, solo, mantuvo a la Compañía Yankee de los ingleses a raya, detrás de un bajo pedregoso. Alternando diferentes lugares estratégicos, el conscripto les impidió continuar con el avance sostenido que venían teniendo.
Mientras mantenía un enloquecedor pero preciso rigor de fuego, el Oscar se recordó vareando los pingos del patrón. Se vio de hombre de la casa, junto a su madre y sus hermanos menores. Se imaginó en la escuela en la que nunca aprendió a leer. Mientras tanto, las vainas saltaban enloquecidas a su alrededor. Él sonreía, poseído, satisfecho.
Sus veinte abriles le fueron suficientes para aguantar los calambres en sus piernas y brazos, mientras sostenía, sin menguar, su poder de fuego desde distintas ubicaciones. La brisa del sur arrastraba hasta él los hedores de la guerra. El sol lo despedía desde el este.
La compañía se había replegado bastante rápido, y sin problemas, gracias al fuego sostenido del Oscar, el cual ya había quedado lejos. Ya estaban a resguardo de las tropas inglesas en Puerto Argentino, el último bastión criollo antes de la rendición.
Desde allí era imposible escuchar el sonido de la MAG del Oscar, así como lo era que hubiera sobrevivido. Todos hacían silencio y alguna lágrima se enfrió sobre algún joven colimba que sabía que otro colimba como él había dado su vida por salvarle la vida. El silencio duró lo que duró el día y la noche.
El Oscar, un paisanito, un civil conscripto, había salvado a todos sus más de cien compañeros y superiores conteniendo el avance de los ingleses. El Oscar era un héroe. No de película, sino de ellos, de ahí, en el medio de las islas.
A la mañana siguiente, el desafío era mantener el ánimo de la tropa. El fantasma de la inminente rendición se inmiscuía en la consciencia de los soldados. En las afueras, un cabo montaba guardia mientras un humeante mate cocido le reconfortaba su dolorido cuerpo. Unos Pucarás cruzaron rasantes a un par de kilómetros.
Cuando pegaba el último trago, algo a lo lejos le llamó la atención. Algo venía marchando hacia su posición, viniendo desde la nada. Trotaba sobre el pasto isleño eludiendo las blancas rocas. Llevó sus dedos a la boca y chifló. El capitán lo vio y subió hasta el puesto de vigía. Efectivamente, un soldado venía marchando, como podía, hacia Puerto Argentino.
Le alcanzaron los binoculares. El uniforme y los pertrechos que le quedaban eran argentinos. Aún cargaba su ametralladora. Su marcha evidenciaba agotamiento. Enfocó el rostro, desfigurado de cansancio y mugre bajo el sucio casco. Sin dudas era tropa propia. Era el Oscar. Rápidamente ordenó a los soldados alcanzarlo. Estaba vivo. El héroe de ellos estaba vivo.
No se si esto fue exactamente así. Sí se que no fue muy distinto. Si se que el soldado conscripto Oscar Ismael Poltronieri, quien tenía a su cargo una ametralladora, desoyendo la orden de retirada, se quedó disparando al enemigo durante más de 10 horas para permitir el seguro repliegue de sus compatriotas.
También se que el Oscar era un jovencito del interior rural de la provincia de Buenos Aires, analfabeto por ese entonces, que le había tocado en suerte ser el hombre de su modesta familia sin padre. Pero que nada de todo eso le impidió la grandeza y valentía de arriesgar la vida por su pelotón.
Cuando los argentinos se enteraron de la hazaña, en 1983, le entregaron la Cruz de la Nación Argentina al Heroico Valor en Combate. El único civil vivo que la recibió.
Años después, los ingleses quisieron saber quienes habían sido los “hijos de puta” que frustraron el avance de la prestigiosa Compañía Yankee causándole 20 bajas. Cuando se enteraron que había sido el Oscar solo, lo condecoraron con la Cruz de Hierro al Valor.
Lamentablemente, nuestros gurises no conocen la historia del Oscar, ni la de ningún otro héroe, no se las contamos en casa, menos en la escuela. Los argentinos nos caracterizamos por despreciar nuestro pasado. Si compartimos esta historia con cuanto gurí tengamos cerca, tal vez aportemos nuestro granito de arena para terminar con los anónimos de nuestra historia. Eso contribuiría a nuestra memoria, a la verdad, y a hacer justicia.
Norman Robson para Gualeguay21