Una historia de cuando se podía querer
Una historia, a la distancia del tiempo, siempre le enseña a la humanidad sus aciertos y sus desaciertos. La China, por esos caprichos del destino, se crió, se educó y se formó en un sistema de amor, cariño y solidaridad. Un sistema que se terminó cuando llegaron los derechos.

Gualeguay, año 1992. Amanece en las casillas sobre la vía. El Baby prepara la leche para sus gurises. La madre lo dejó solo con los cuatro: dos varoncitos y dos nenas, una casi bebé. El Baby sabe que no hay modo de criarlos solo, la vida de changarín nunca lo dejará.
El Baby llega al Hogar de Niñas con Marcela y María de la mano. Ya había dejado a los barones en el San Juan Bosco. El Baby explica que él los quiere, pero no puede. Y así lo demostraría su presencia junto a ellos, los años siguientes.
María no tenía todavía dos años. Sus dificultades de dicción, propias de la edad, y sus ojitos, le valieron rápidamente el mote de Chinita. Era el Hogar de Niñas bajo la tutela de Doña Carola, acompañada por Lucila, por Ema, y tantas otras.
“Mi madre del corazón, Elsa, nos contaba que el primer día que ella entró a trabajar le di un gran susto. Me estaba hamacando en un cable con corriente…”, recuerda.
“Era muy bichera”, también recuerdan quienes la recibieron, y no tardó en apropiarse de una perrita que tenían. La China aún hoy recuerda que Carola, como era el cumpleaños de la perrita, le trajo de regalo una torta y un huesito.
En el Hogar, a las dos las mandaron a la escuela. La China terminó la primaria en la escuela Marcos Sastre y empezó la secundaria en la Escuela Técnica 2, de mujeres, para que tuviera un oficio. También la mandaron a catequesis, y, así, pudo tomar la Primeta Comunión y la Confirmación.
El Baby las buscaba los fines de semana y se las llevaba con él, y, cuando estuvo enferma, él era el primero a su lado. Cuando tenía 8 años, el papá falleció. Con Marcela ni tiempo tuvieron de despedirlo. Cuando se preparaban para ir al hospital a verlo, les contaron que ya era tarde, y las acompañaron al velorio.
En el Hogar, a la China la ayudaba Tina con las tareas de la escuela. También pudo ir a Kung Fu, en Barrio Norte, a la vez que recibió clases de baile y gimnasia, con Carola, y de dibujo.
“Siempre tuvimos nuestro regalo. En Navidad, en Reyes, en el Día del Niño. Nunca nos faltó nada ahí”, recuerda la China, y agrega: “Hacíamos ventas de comidas para pagar todo.”
Y llegaron sus Quince, y ella, como las otras internadas que cumplían quince años ese año, tuvieron su fiesta, en un salón, como Dios manda.
Respecto a su mamá, apareció por el Hogar cuando tenía 15 años. Fue a verlas, pero, después, volvió a desaparecer. Volvió a verla al año siguiente. No le guarda rencor. La China aprendió a perdonar.
A los 16 años salió a vivir con sus hermanos, y descubrió el amor, o así lo creyó. Dejó la escuela, en noveno del polimodal. Al año siguiente, embarazada de cinco meses, se peleó con su novio, pero sin tener a donde ir. Gracias a esa filosofía de amor imperante, el Hogar volvió a abrirle las puertas y la cobijó hasta que cumplió los 18 años.
Hoy, la China tiene 30 años, es ama de casa y vive con su pareja y sus cinco hijos. Tal es su vínculo con aquella historia que aún habla con su madre del corazón, Elsa, siempre presente junto a ella y sus hijos, y aún frecuenta sus compañeras de entonces, hoy sus amigas.
De un precoz balance, la China rescata: “Del hogar estoy agradecida porque conocí muchas personas y nos enseñaron todo lo que tenía que hacer. Se trabajar en limpieza, sé comportarme con la gente. Aprendí a manejarme sola, a ser yo misma”.
A la distancia del tiempo, a pesar de las realidades y desafíos que le impuso el destino, la China tuvo una familia que la cuidó, que la educó, que la formó como buena persona. En aquel entonces, eso fue posible porque la gente podía querer al otro. Hoy, muchas chicas no tienen la misma suerte.
Norman Robson para Gualeguay21