19 septiembre, 2024 7:11 pm
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Luces que iluminan y otras que enceguecen


La semana pasada estuve subido a un andamio que comunicaba con una plataforma a unos 15 metros de altura.

El último tramo era más complejo porque los cinco peldaños finales eran bien rectos, y había que aferrarse de una soga para hacer fuerza y acceder al tablado. El objetivo era ver cómo estaban quedando los últimos detalles en la pintura acerca del anuncio del ángel a la Virgen María. El templo era la Basílica de la Inmaculada Concepción. Enseguida te cuento algo más de la pintura.
Bajar era más difícil. Los primeros pasos eran “ciegos”. Había que aferrarse a la misma soga y tantear con los pies los escalones, hasta afirmarse. Después, el descenso fue más normal. Uno de los hombres de allí me dijo “el miedo no es a la altura, sino al no ver dónde pisás”, y me comentaba que por eso a algunos animalitos se los puede cazar en la noche con una luz fuerte a los ojos, porque al no ver dónde pisar quedan paralizados.
Ese ejemplo me resultó casi una parábola. Cuántas veces nos pasa sentir miedo porque no pisamos en firme, porque no vemos el camino. Si estamos en una casa desconocida de noche y se corta la luz, tenemos temor de tropezar.
Algo parecido sucede si nos toman una foto con flash: quedamos como cegados. La sociedad de consumo nos puede encandilar. Atrapados por el materialismo damos pasos torpes. Puede pasar que sintamos oscuridad en el corazón y no atinemos a dar pasos hacia la claridad que nos permita avanzar con seguridad.
La primera Encíclica que escribió Francisco el año pasado llevaba por título “La luz de la fe”. En ese texto nos enseña que esa fe comienza en nosotros el día del bautismo. Y nos evocaba la celebración del Sábado Santo a la noche. “La luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama.” (LF 37)
Me acordaba de una hermosa predicación de Jesús, conocida como el Sermón de la montaña. En esa oportunidad dijo a los discípulos: “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”. (Mt 5, 14-16)
Cada hombre y mujer de fe, cada comunidad cristiana, están llamados a iluminar, a ser testigos de la luz de la fe.
No como luz que enceguece e impide caminar, sino como la que ilumina el camino de la vida. En el Salmo 118 rezamos: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”. (Sal. 118, 105) Como cristianos gozamos de esta experiencia. Dios camina al lado de nosotros y nos habla al corazón para no caminar en vano.
Guardar egoístamente la luz de la fe hace que ella debilite su fuerza e intensidad, y termine no iluminando ni a otros ni a nosotros.
Hoy leemos en la misa el capítulo 9 del evangelio de san Juan. Allí se nos narra la curación de un hombre ciego de nacimiento, en clara alusión a una persona sin fe. Este hombre comienza a ver cuando es tocado por Jesucristo. El no vidente lo reconoce como enviado de Dios y Mesías. Los otros que “ven bien” no alcanzan a percibir la presencia de Dios por la fe.
Por eso en la Cuaresma estamos llamados a dejarnos alcanzar por la gracia de Cristo, para mirar nuestra vida desde el amor de Dios.
Volviendo a la pintura de la Anunciación, quedó muy bella. Allí se refleja el Sí de María que sostiene el sí de tantas mujeres que buscan dar una respuesta de amor con su vida.
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

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