17 enero, 2025 3:48 pm
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Vivir en el puente, pobreza y dignidad

En la argentina de hoy, donde se discute cómo hacer para comprar dólares, donde la soja es el poder de alguno pocos, en la argentina que discutimos con cuánto dinero podemos comer, donde los índices que miramos y nos informan de la suba del dólar a muchos preocupa, y sus indicadores abren debates técnicos a los que la mayoría de los argentinos no entendemos, donde los discursos y debates políticos son nada más que la justificación por un todo, y por la permanencia en el poder de los que siempre están, en uno u otro cargo, puesto y/o candidatura, nada cambia la realidad de los que menos tienen…

Realidad que duele a la hora de hablar con ellos, con los desprotegidos, los abandonados por el propio poder y la mirada de costado de quienes pasan por ahí en este caso concreto que mostramos en imágenes fotográficas y lo que pudimos rescatar en la charla con quienes viven aquí al ingreso del viejo puente Pallegrini, declarado Patrimonio Histórico Cultural.

 

Una familia, integrada por 3 personas, vive en una casilla de maderas y plástico el hombre quien nos relato dice así.

 

“Yo vivía allá abajo, y señala el lugar muy cerca del lecho del río, y cuando vino la otra crecida de las aguas tuve que salir con mis pocas cosas arrastrándolas porque nadie me vino a socorrer”.

 

Y continúa su relato casi desgarrador…

 

“Yo tenía ahí la otra casilla, de la que solo puede rescatar algunos pedazos de madera, que están ahí”, y señala nuevamente a una casucha de platico y madera… “¡No me quedo nada!”

 

Con su mirada esquiva, y mirando hacia el río, como queriendo evitar que yo vea la lagrima que rueda por su mejilla izquierda, quiere cambiar la conversación, y dice… “Está entrando bastante agua…”.

Respondo y lo dejo algunos segundos, o minutos.

 

Pregunto nuevamente: “¿Tiene trabajo?”

 

Me cuenta… “Tenía un contrato en la municipalidad y me dejaron afuera. No me lo renovaron…”

 

“¿Cobra algún plan?”

 

“Ella tiene ese que le dan… uno nacional de mil y pico”. Y al decir ella se refiere a su compañera, una señora de baja estatura, un poco hosca, que me mira casi esquiva y con vergüenza por su situación, se me ocurre pensar…

 

Continúa el hombre su relato: “¡Ja! menos mal que no tenemos gurises chicos, sino… no sé cómo haría…”, y “bueno…”, se contesta, “pescaría, o no sé, cazaría para darle algo que comer…”

Vuelve a rodar por su rostro nuevamente la segunda lágrima…

 

Y nuevamente cambia su relato: “Ahí en la garita, donde está ese hombre, vivía otro…”, y lo nombra, ese otro hombre tocaba la guitarra… y me dispara la pregunta: “¿Lo conoció usted…?” “¿Es de Gualeguay usted?” Me pregunta el ahora, respondo, “Si, de acá”, fue mi respuesta.

 

“Entonces capaz lo conoció… Ferreyra… ¿Se acuerda?

 

“Sí, claro, lo conocí… ¿Qué pasó con Ferreyra?”, pregunto.

 

Y se despacha con su anécdota, casi mas aliviado ahora, ya contaba otra cosa, otra historia, la de Ferreyra, su anterior vecino de indigencia.

 

“Se murió”, dice ansioso, “si lo mordieron las ratas.”

 

Y digo yo, aportando a su alivio momentáneo, “¿Murió por las mordeduras de las ratas?”

 

“Si, le mordieron los pieses… si… Mire… ¿Ve por allá…? Ahí está lleno de ratas, de ahí se vienen pa acá…”.

 

“¿Y no tiene temor usted?, miedo, digo…”

 

“No, yo tengo los perros, anoche agarré un ratón con la trampa…”, cuenta y sonríe…

 

“Menos mal que tengo los perros”, y señala uno de los perros que atentos me mira y mueve la cola como asintiendo lo que dice, y cuenta su amo…

 

Uno de los perros se arrima y manifiesta su confianza hacia mí, me refriega su flacura y me da un chirlo con su cola.

 

El hombre me mira, y haciendo señas… “¿Quiere?”, pregunta. Acepto, y me convida un mate amargo sabroso y caliente.

 

Ya con mucha más confianza, y casi con alegría, me dice con su sonrisa de pocos dientes; “Un libro tengo pa contar, si quiere, de lo que se vive acá… Y lo que es mi vida…”

 

Le respondo, “Ya volveré, nuevamente, y mientras mateamos, seguiremos nuestra charla”.

 

Estira su mano y contesta: “Vuelva cuando quiera, acá lo recibiremos entre toda mi pobreza…”, le doy la mano, aprieta fuerte, y sonríe con una mueca…

 

“¡Gracias!”, dice.

 

Respondo, “Gracias por los mates, están buenos…”

 

Y agarrado de mi bici azul, camino, pienso en las cosas, en el acostumbramiento de nuestra gente, el acostumbramiento a la pobreza, la marginalidad, y todos los estados emocionales de estas personas, que solo quieren vivir un poquito mejor… como dijo en su relato, que en algunos momentos fue mojado por las lagrimas de impotencia y resignación…

 

Giro nuevamente, como para irme con esa imagen, y me saluda con su media sonrisa que marca la mueca que me queda grabada…

 

Pablo Pérez para Radio La Uno

 

 

 

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