Crónica de un fraile milagroso
El calor del verano lo hizo abandonar su claustro para comer con sus compañeros. El reconocido fraile, de solo 35 años, luego de entonar el himno a la Virgen, O Gloriosa Dómina, su mirada se perdió para siempre en algún punto frente a él. Fue en Padua, el 13 de junio de 1231. 787 años atrás.

Fernando Martim de Bulhoes e Taveira Azevedo había nacido, tal vez, en 1195, en el seno de una familia acomodada de Lisboa, y de niño fue entregado a la Iglesia Virgen María para ser instruido en las sagradas escrituras.
Lo poco que se sabe de él es gracias a la Assidua, una crónica sobre su vida escrita por algún franciscano en 1232, realizada, según reconoce el desconocido autor, en base a relatos de terceros.
Según ese documento, luego de transcurrir en la Virgen María su niñez, y viéndose sorprendido por los reclamos de su adolescencia, Fernando se las ingenió para instalarse en un vecino monasterio de la Orden de San Agustín.
Pero, como allí no lo dejaban en paz ni su despertar sexual ni sus amigos, y estando muy comprometido con su carrera, logró que los superiores lo trasladarán al monasterio de la Santa Cruz, en la Coimbra, donde, finalmente, encontró la paz para, gracias a su buena memoria, aprender todas las sagradas escrituras.
Allá por el 1220, no satisfecho con esto, y dueño de una gran vocación, Fernando le pidió a los Franciscanos que lo sumen a su congregación porque quería ir a la tierra de los sarracenos, Marruecos, donde los bárbaros habían asesinado a cinco frailes.
Una vez en la Orden de los Frailes Menores, y ya habiendo adoptado el nombre de Antonio, logró emprender su viaje con el fin de predicar allá la sagrada palabra.
Desafortunadamente, una enfermedad lo atacó a mitad del viaje y terminó en Sicilia, desde donde se llegó hasta Asís. Fue allí donde, en 1221, pudo presenciar los sermones de San Francisco en uno de esos multitudinarios capítulos.
Perseverante en su afán de difundir las sagradas escrituras, Fray Antonio se fue a la Romagna, donde el día que lo ordenaron, como nadie quería predicar, tomó la palabra, dejando a todos atónitos ante sus conocimientos exaltados por su oratoria.
A partir de aquel momento, Fray Antonio predicó por aldeas, villas y castillos de toda aquella región, convocando con su presencia multitudinarias reuniones.
Siempre según la Assidua, fue en esta campaña que llegó hasta Rímini, donde vivían puros herejes, y, en poco tiempo, convirtió a todos, incluso a Bonónico, quien llevaba más de 30 años alejado del bien.
Tal fue su renombre, que lo llamó el propio Papa Gregorio IX, quien lo llamó “Arca del Testamento” y lo liberó de sus tareas para que se instale en Padua, donde escribió los sermones para las fiestas de los santos. Finalizada esa tarea, Fray Antonio se dedicó a predicar.
Si bien la Assidua lo pierde desde 1223 hasta 1230, período durante el cual ni futuros historiadores lograron saber que fue de él, sus historias fuera de ese tiempo le bastaron para trascender.
Dueño de dones especiales, contagiaba a sus auditorios de su humildad y lograba transmitirles el mensaje divino, al punto que llegó a convocar a 30 mil almas en una sola jornada, todas tan desesperadas por tocar al Fray Antonio que fornidos frailes debieron custodiarlo.
En este apostolado, Fray Antonio amigó a enemistados, rescató prostitutas, recuperó delincuentes, y liberó oprimidos, entre tantas otras gestiones, a la vez que todos buscaban confesar con él sus pecados.
Finalmente, el joven fraile, presintiendo su propia muerte, se fue a Camposanpiero, donde en un bosque cercano, arriba de un nogal, construyó una celda donde aislarse.
Allí fue que, el 13 de junio de 1231, al bajar a comer con los demás frailes, Fray Antonio falleció de forma repentina.
Su muerte conmocionó a toda la región, impactando incluso en Roma y en la península ibérica, desatando discusiones tanto sobre el destino de sus restos como sobre su canonización.
Igualmente, y a pesar de su juventud, a Fray Antonio se le adjudicaron 53 milagros, los que le valieron que, en un tiempo récord de 352 días, en 1232, fuera canonizado por el propio Gregorio IX, a la vez que, tanto significó para los paduanos que, en 1263, le levantaron la basílica donde todavía descansan sus restos.
Tan lejos llegó el ejemplo legado por San Antonio de Padua, que de él se acordaron los primeros habitantes de Gualeguay, al punto de que, a mediados del siglo XVIII, sobre las costas del arroyo Clé, en el Octavo Distrito, levantaron una precaria capillita en su nombre, la cual estuvo a cargo de Fray Santiago Miño.
Años más tarde, en 1779, el obispo de Buenos Aires, Monseñor Sebastián Malvar y Pinto llegó a Gualeguay, y, al ver la situación de los fieles, a su regreso le pidió al virrey Vértiz que pusiera una parroquia en el Gualeguay Grande.
De este modo, en 1780 designaron como primer párroco a Francisco Andrés de Quiroga y Taboada, un cura español que decidió levantar un templo en la Cuchilla, hoy Primer Distrito, honrando a San Sebastián, lo que desató la iracunda reacción de los pobladores.
Tan violenta fue la situación, que el Cabildo de Santa Fe debió intervenir ordenando una votación para ver a quien honraría la futura iglesia y quién sería el patrono de la villa.
Como resultado de esta compulsa democrática, los gualeyos eligieron, por gran mayoría, a San Antonio, pero recién el 13 de junio de 1882, 101 años después, al cabo de un larguísimo proceso, consumaron su construcción.
En aquel entonces, en una ceremonia presidida por el padre Dr Juan Vilar, se bendijo el actual templo de San Antonio, frente a la Plaza Constitución, donde hoy los gualeyos se encontrarán para honrarlo.
Norman Robson para Gualeguay21