Programar en el GPS: Vida nueva y Pascua
¡Y hacia allá vamos! La Cuaresma nos lleva derechito a la celebración de la Pascua y a renovarnos en la vida de la fe, en la alegría. El camino que nos plantea está conformado por tres capas de pavimento que debemos transitar simultáneamente: la oración, el ayuno y la limosna.

En su mensaje para la Cuaresma de este año el Papa nos enseña acerca de estas tres propuestas:
“El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos, para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.
”El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. (…) Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?
”El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios”.
Oración, ayuno y limosna están entrelazados y se necesitan mutuamente. Al privarnos de cosas superficiales o importantes podemos ahorrar un dinero con el cual ayudar a los pobres. Te propongo en estos 40 días obtener “un tesoro”. Buscá una cajita o un sobre, y allí andá guardando el fruto económico de tus sacrificios, para dedicarlo a los pobres.
Cada año el Papa nos propone un mensaje para ayudarnos a vivir en profundidad estas semanas con un lema particular. El de este año está tomado de unas palabras dichas por Jesús poco antes de entrar en Jerusalén para ser arrestado, condenado, crucificado y resucitar al tercer día. Las encontramos en el Evangelio de San Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12). Es una frase que me había pasado inadvertida, y que sin embargo, contiene una enseñanza muy honda y una seria preocupación del Señor.
Cuando se enfría el amor… Uno de los riesgos mayores que afronta la humanidad es perder aquello que le distingue del resto de la creación: el amor. Y junto con esa pérdida degradar la libertad, la paz, la amistad, la sonrisa, la alegría, la ternura, el sentido de la vida…
Cuando se enfría el amor todo se vuelve gris, aburrido, sin sentido. Cualquier pavada nos cansa o irrita. Nos volvemos quejosos, apáticos, desconfiados y hasta podemos caer en el cinismo. Va ganando lugar en nosotros una actitud de desprecio de todo, y la tristeza golpea a la puerta.
Tratamos mal a los hermanos, los juzgamos sin piedad, vemos sus defectos como si fueran ofensas intencionadas a mí mismo. Nos volvemos intolerantes, sin capacidad de comprensión. Hasta nos aislamos de los amigos y la familia, haciendo cada uno la suya. Los vínculos se vuelven funcionales según lo que necesitamos o nos conviene. Pero el amor emprende la fuga casi sin que nos demos cuenta.
Tratamos mal a la creación sin tener un corazón agradecido. Vamos contaminando todo a nuestro paso, con una mentalidad materialista del “uso y tiro”. No nos vemos como familia humana, y por tanto no cuidamos la casa común. Nos comportamos como tiranos en lugar de entrar en comunión con la hermana agua, la madre tierra.
Tratamos mal a Dios a quien no vemos como Padre y amigo. Le desconfiamos, nos escondemos de su presencia como hicieron Adán y Eva conforme nos relata el libro del Génesis. Dejamos de rezar, de hablar con Él, de escuchar su Palabra.
Nos tratamos mal cada uno a sí mismo, sin perdonarnos derrotas y fracasos. Se desdibuja del rostro la sonrisa, damos paso a la amargura, a veces a la angustia existencial.
Cuando se enfría el amor perdemos la esperanza, y todo parece inútil…
La Iglesia cada año nos propone Cuarenta días de purificación y liberación. Para ello nos invita a ir al “Desierto”, signo de aridez que nos ayuda a mirar lo único necesario.
A su vez, en la Biblia el desierto es el lugar en el cual habla Dios. Adentrarse allí me hace dejar atrás lo que me puede distraer o dispersar, para encontrar y reavivar “el centro” de la vida.
El desierto es el lugar del encuentro y del re-encuentro con el primer amor, el noviazgo, la Palabra. (Os 2, 8-25; Jr 2, 2-5) El lugar de la aridez donde en el contraste la vida brilla de manera deslumbrante. Hay desiertos que despojan para el encuentro. En la Provincia de San Juan las manifestaciones de piedad popular multitudinarias se producen en el desierto como en San Expedito en Bermejo, o Santa Bárbara en Mogna, entre otros.
Jesús nos invita a estar cerca de él. Quiere que pueda ver mi vida desde su corazón. Mirarme con sus ojos. Descubrir sin amargura mi mediocridad, mi chatura, mi pecado. Es un tiempo para “barajar y dar de nuevo”.
Pero no basta el desierto, no alcanza con el silencio. Hace falta querer buscar a Dios y querer ser encontrados por Él. Nuestro Padre está deseoso de entrar en amistad con vos, conmigo, con todos. En Él el amor no se enfría jamás. Los textos de la Palabra de Dios durante este Tiempo nos muestran el Amor sin límites de Jesús, para que no se enfríe nuestra respuesta de amor.
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social