Un cuento no tan cuento
El remisero se bajó del auto y encaró para un merecido descanso. Más allá de las preocupaciones, había sido una buena jornada. Nada hacía prever que pasaría lo que pasaría.

Mientras llegaba a su departamento pensaba en esa media birra y el guisito que habían quedado de anoche. Nunca percibió la presencia de los dos vaguitos en moto. Nunca hasta que escuchó bien claro su nombre. Giró, y, desde la moto, le advirtieron: “Dejate de joder, viejito. Mira que no está el horno para bollos….”
Mientras el que conducía le decía esto, el vaguito de atrás estiró su brazo hacia él y, apuntándolo con el índice y el pulgar hacia arriba, a modo de revolver, hizo que gatillaba dos veces.
La moto aceleró y dobló en la esquina. Él quedó petrificado en la puerta de su departamento. Ahogado por el miedo.
Preguntas sin respuestas, inquietudes que se hacían sospechas. Todo daba vueltas vertiginosamente dentro de su cabeza. Pero su cuerpo temblaba y no atinaba a continuar.
Poco a poco el shock fue pasando y logró entrar a su casa. Dejó sus cosas sobre la mesa y se sentó en la penumbra. Necesitaba pensar.
De a poquito la amenaza fue teniendo sentido.
…
Él es un simple laburante. Más de un cuarto de siglo en ese oficio, siempre de chofer. Él es muy bien conocido, y en la remisería, donde estaba trabajando, ya llevaba más de cinco años.
A él siempre le iba bien. Muchos clientes propios. Muchos de años. Muchos del campo. Si bien nunca tuvo auto propio, nunca le faltó laburo.
Aprovechando su bien conocida conducta, y sus necesidades, el dueño de la remiseria le ofreció, allá por 2013, comprar un auto y ponerlo a su nombre, como testaferro. Él no pudo decir que no, se aseguraba la olla. Aceptó.
Así mejoró la cosa y, si bien figuraba como “titular”, nunca tuvo grandes beneficios. Pero él estaba contento. Laburo había mucho y eso le aseguraba un buen pasar.
Él nunca hacía nada, solo laburar. El contador del dueño se ocupaba de todo. Le pagaban el monotributo y le descontaban la mitad. También pagaban el seguro, la patente, todo lo del auto. Él solo trabajaba.
Todo iba muy bien hasta que un día, a fines del año pasado, tuvo que llevar el auto a las chacras, al taller, por unos problemitas que estaba teniendo con el equipo de gas. Esa fue la última vez que vio el auto.
A partir de ahí comenzó el infierno. Comenzaron las excusas del dueño de la remisería. Las dilaciones. Mientras tanto, lo acomodaron de operador reemplazando a los que se iban de vacaciones, siempre con la promesa de darle un nuevo auto.
Pero algo estaba mal, y comenzó a asustarse. Habló con unos amigos. Éstos le sugirieron que vea un abogado. Éste le recomendó que trate de arreglar el despido.
De este modo, una mañana lo encaró al patrón y le dijo. Que plin, que plan, y el patrón lo mandó a arreglar con el contador. Luego de asesorarse, se reunió con el contador y le pidió un sueldo básico por cada año trabajado. Era lo menos que podía pedir. No era mucho, pero para algo serviría.
Pero, parece, que la propuesta no cayó bien. A partir de ese momento, le prohibieron la entrada a la remisería. A él, una persona honesta, de bien, trabajador, de un día para el otro, le hacían eso. Para qué contar lo de la presión…
Justamente en todo esto pensaba él cuando estaba por entrar a su departamento y aparecieron los chabones de la moto.
…
Mientras meditaba en las penumbras del comedor, todo empezó a aclararse. La desaparición del auto, la reacción del patrón y, ahora, la amenaza de los vaguitos en moto se sumaron al hecho de que los compañeros le aseguraron que el patrón era testaferro de un peso pesado. Se le puso la piel de gallina.
Nunca tocó el guiso ni la birra. Quedaron en la heladera hasta que los tiró un par de días después.
Sentado en la cocina, de a poquito, se fue dormitando entre pensamientos y lucubraciones, convencido de que en la mañana vería todo con mayor claridad.
Afortunadamente, su patrona de siempre no lo había dejado a pata y le dio un auto en la misma remisería donde estaba antes. Eso lo tranquilizaba, pero había muchas cosas que resolver.
¿Qué había sido del auto que estaba a su nombre? ¿Y si mañana hacían algo con el auto y él terminaba preso? ¿Podría probar que él era solo un peón? ¿Podría probar que a él no le quedó otra que ser testaferro? ¿Estaba mal que él reclamara una indemnización? ¿A qué le tenían tanto miedo como para amenazarlo? ¿Qué cosa tan jodida había detrás de todo esto?
Nuevamente se le puso la piel de gallina.
Eso se preguntaba mientras tomaba mate y el sol de enero ya entraba por la ventana.
Al salir a la calle, él ya había decidido ir al doctor, al abogado, y encontrarse con su amigo periodista. Bajo el brazo, prolijamente doblado dentro de una bolsa de nylon, llevaba papeles, documentos, recibos, anotaciones.
Como siempre, este es un cuento no tan cuento en el que cualquier semejanza con hechos, lugares y/o protagonistas de la vida real es pura coincidencia.
Norman Robson para Gualeguay21